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La banalidad de la distopía

El síndrome de la rana hervida dice que, colocada en agua cuya temperatura va aumentando, la rana se quedará en ella hasta que el pobre anfibio termine hervido vivo. Es decir, pese a la creciente temperatura no salta para salvarse porque se acostumbra a aquello que eventualmente la mata. Se trata entonces de una metáfora que alerta sobre la normalización de situaciones catastróficas que no suceden de un solo golpe, a las que nos vamos acostumbrando poco a poco. En este año y medio en el cual vivimos una pandemia, pienso mucho en la rana como símil de nuestra situación como especie humana, metidos en esa olla de agua sin darnos cuenta de que estamos a punto de hervirnos todos.

Los días iniciales de la emergencia sanitaria se han inscrito en mí como una pesadilla recurrente. Recuerdo la primera salida a comprar alimentos, cuando algunas personas -y me incluyo dentro de estas- usaban guantes, sus caras cubiertas con lo que podían encontrar, pues no era claro qué mascarilla usar, o de qué modo se transmitía el virus. El miedo -y el virus, como luego aprenderíamos- flotaba en el aire. No tardó mucho para que se corriera el telón para revelar las implicancias de esta plaga para nuestro país, tan dividido por geografía, economía, procedencia y etnia, entre otras cosas. Nuestras agudas diferencias de términos de condiciones de vida y de porvenir, jugarían un papel en la supervivencia de cada cual. Una gran paradoja es que los trabajadores esenciales para el bienestar de tantos eran precisamente los que menos recursos tenían a su disposición para cuidarse.

No nos podremos olvidar nunca del espectáculo de miles de personas regresando a sus pueblos a pie, pues Lima -la tierra de esperanza para muchos- les mostró sus manos desnudas, incapacitadas de brindar la ayuda necesaria. Una hiperrealidad demasiada vívida para mirarla con claridad, como la ceguera temporal ocasionada por el reflejo directo del sol en los ojos. Es más fácil ponerse lentes de sol y esquivar la mirada.

Un año y medio después de estos choques iniciales, estas escenas se han vuelto parte de nuestra cotidianidad: alguien que no sobrevivió porque no hubo una cama u oxígeno; los rostros de los médicos, enfermeros y enfermeras fallecidos colocados en el perímetro del local del Colegio Médico. Hechos parecidos a las invasiones de tierras de antaño y de hoy; o a la niña que pide limosna en la calle -ahora también una familia venezolana-, los últimos 15 meses entumecen los sentidos.

Lo intolerable se vuelve parte de lo normal y la permanencia de la desigualdad como componente esencial de ello. Un ejército de gentes enmascaradas como personajes de “Mad Max”, hombres jóvenes, manejando motos de aquí para allá en el trabajo de delivery, para beneficio de quienes pueden protegerse en sus burbujas privadas, mientras otros y otras arriesgan la vida ganándose para ellos y los suyos el pan de cada día. En resumen, la banalización de una distopía.

Ciertamente, no la vivimos solamente en el Perú. Desde los países más ricos hasta los más pobres, la consigna ha sido una de adaptación suicida, como la proverbial rana, a esas aguas cada vez más calientes. Es preocupante cuán habitual se va hace vivir en un mundo donde se nos ruega mantener la distancia; temer que nuestros familiares, amigos, colegas y vecinos sean portadores de la muerte; y en medio de todo, dudar de las instituciones que se supone cuiden tanto de nuestra salud física como política.

Frente a esta “nueva normalidad”, el primer ministro de Gran Bretaña, Boris Johnson, declaró recientemente: “En cierta etapa tendremos que aprender a vivir con el virus y manejarlo lo mejor que podamos”. Pero ahí, precisamente, está el problema. La palabra “manejo” de alguna manera alude más a mitigar que a resolver temas de fondo, un poco como lo que hemos hecho con la pobreza, el hambre y la discriminación. Pues hemos visto de manera repetida en la historia cómo coexistimos con males porque racionalizamos que sus raíces son intocables.

Encontramos numerosos ejemplos de cómo nos acostumbramos a situaciones inaceptables en el día a día. Aquella amiga que se va a vivir a las montañas porque sabe que las ciudades costeras se van hundiendo frente a la elevación de las aguas por el calentamiento global. Usar bloqueador de sol, o mangas largas, para protegernos de los rayos ultravioletas que nos incineran la piel por huecos en la capa de ozono que antes nos protegía; devastar cada vez más las zonas silvestres en nombre del desarrollo, pese a que sabemos que hay vínculos entre la destrucción de áreas ricas en biodiversidad y la proliferación de nuevas enfermedades. En lo político, normalizar tanto la corrupción, como la fragmentación y polarización.

Aún a la espera de que el Jurado Nacional de Elecciones se pronuncie acerca del ganador de la segunda vuelta de nuestras elecciones presidenciales de 6 de junio, una capa adicional de incertidumbre y zozobra engloba a un país cuyo sufrimiento en esta pandemia no tiene nombre. Mantenemos, hasta ahora, la tasa de muerte por cápita por Covid-19 más alta del mundo. Nuestras vidas, a mayor o menor escala, han sido puestas de cabeza, y en medio de todo, se corre el peligro, por un lado, de un presidente que no gobierne o de que no se le permita gobernar; y, por el otro, de algunos que, con escudos de la fascista Cruz de Borgoña en mano, sugieren que el único camino hacia adelante es el golpe de Estado.

Es una subestimación grotesca decir que vivimos en una situación altamente peligrosa, precisamente por la posibilidad de que lo recurrente se vuelva lo normal. Por un lado, aceptar el “quédate en casa y mantén la distancia” como los antídotos por excelencia a una situación más profunda en torno a nuestra relación con nuestro medio ambiente y las otras especies con las cuales vivimos. Y, por el otro, no cuestionar una situación política en la cual la democracia está en labios de todos, pero cuya práctica es debilitada por la desconfianza en sus instituciones y el Estado de derecho. Es una receta para la desintegración social.

En 1963, la filósofa y teórica política alemana Hannah Arendt acuñó el término “la banalidad del mal” en su descripción de las actuaciones del Nazi Adolfo Eichmann durante su participación en el Tercer Reich de su país. Arendt usó dicho termino para explicar cómo atrocidades y atropellos humanos son posibles cuando los individuos que participan en estas no reflexionan sobre la situación o sus actos dentro de ella. Cuando se relativiza el mal, o se deja de ver por completo, sabemos que hemos cruzado la frontera hacia la banalización del mismo.

Ahora estamos frente a la banalidad del mal en su versión de siglo 21, la banalidad de la distopía. Aquí, nos topamos con nuevas divisiones sobre la base de quienes portamos, o podemos portar, enfermedad. Cambia cómo nos miramos los unos a los otros. Surgen nuevas razones para discriminar en un contexto en el cual las marginaciones de unos y otras dista mucho de mejorar.

Y en cuanto a lo político, en un artículo reciente en el cual se exploran temas de polarización política y el fallecimiento de la democracia en Estados Unidos, el historiador Daniel Immerwahr nos comenta que tanto “activistas de derecha como de izquierda piden cosas que tan solo hace unos años serían indecibles”.

No solo lo vemos en nuestro vecino del norte. Lo mismo ocurre aquí, y de cerca, a medida que presenciamos el último quinquenio de disfuncionalidad política, que ahora culmina con una de las elecciones más reñidas y fragmentadas de la historia moderna del Perú. Estamos sentados sobre una montaña de dinamita con leños de fake news e intolerancias encendidas, amenazando una explosión de proporciones épicas.

No se trata solo de impases específicos o de corto plazo, sino que nuestra cultura cívica está en crisis y corremos el riego de que comportamientos sin mayor reflexión, o sobre la base de mentiras, se normalicen. El hecho es que la rana saltaría de la olla para sobrevivir. La pregunta es si lo haremos nosotros.

Profesora de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad del Pacífico e investigadora del CIUP.