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Domingo

El Diego que yo vi

El futbolista más famoso de todos los tiempos murió esta semana. Cada generación creció con imágenes distintas del astro argentino y de su relevancia en la sociedad. Dos reporteros de Domingo extraen de sus recuerdos los momentos que los acercaron a este mito del deporte mundial.

Raúl Mendoza

“Cuando ganaron la final contra Alemania, no tenía dudas de que Maradona, el 10, D10S, era el mejor jugador que había visto”.

Me caía mal la selección Argentina y su máxima estrella, Maradona, el Diego de la gente, a puertas de México 86. Todavía estaba fresco el recuerdo de un año antes en que la selección peruana, jugando un partidazo, les ganaba 2 a 1 en el Monumental, en Buenos Aires, por la clasificación a ese mundial, pero la historia terminó mal. A nueve minutos del final, el argentino Daniel Pasarella recibió un centro, la paró con el pecho y lanzó un cañonazo que se le pasó a Acasuzo, nuestro arquero. El balón chocó en el palo, avanzó por la línea de gol y cuando Chirinos, defensor peruano, intentó despejarla, un jugador argentino pareció empujarlo. Casi al mismo tiempo llegó Gareca y la metió. Fue el 2-2 y nos quedamos sin mundial.

Eran los años 80 y aunque Maradona ya era la máxima estrella del futbol mundial, no lo veíamos cada domingo en directo jugando por el Barcelona o por el Napoli, como hoy podemos ver a Messi o a Cristiano. Yo lo había visto en los programas deportivos, en los noticieros o en esa eliminatoria contra Perú. Era el mejor. Aun así, en México no le apostaba unas fichas a los argentinos, ni a Maradona.

Sin embargo, empecé a disfrutar el juego del Diego a partir de ese gol que le hizo a Italia, tocándola con la zurda y dejando parado a Galli, el portero. Para cuando eliminaron a Uruguay y llegaron al histórico partido de cuartos contra Inglaterra, ya estaba de su lado por eso de que las Malvinas son argentinas. Maradona fue un ilusionista en el gol de la ”Mano de Dios” y un avión en “el mejor gol de la historia de los mundiales”. Lo vi en directo, como millones en el mundo, y no me di cuenta que el 10 albiceleste, a los 26 años, acababa de hacerse inmortal.

Sobre ese momento, el gol en que desparramó a cinco jugadores ingleses, incluyendo al arquero Peter Shilton, se han escrito textos hermosos, pero me quedo con unas líneas de “Me van a tener que disculpar”, de Eduardo Sacheri: “Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche...”.

Maradona llevó de la mano a su selección a la final, derrotando antes a Bélgica, donde hizo los dos goles. Ya era imparable. En el segundo gol también pasó entre cuatro belgas para vencer al gran Jean Marie Pfaff, de los mejores arqueros del mundo entonces. Un genio Diego. Cuando ganaron la final contra Alemania, no tenía dudas de que Maradona, el 10, D10S, era el mejor jugador que había visto hasta entonces. En ese mundial demostró que era más grande que el estadio Azteca, donde se había consagrado.

El tiempo lo llevó por otros caminos. En la cima de su éxito se asomó al abismo de la cocaína y desde entonces, todos hemos conocido en las noticias los claroscuros de su vida. Pidió perdón muchas veces y muchas veces volvió a caer. “Yo me equivoqué y pagué...pero la pelota no se mancha”, dejó para la posteridad. Provocó odios y adhesiones, pero siempre fue querido incondicionalmente por los amantes del fútbol. Muchos dicen que fue devorado por su leyenda. De lo que no hay duda es que sobre una cancha, parafraseando a Borges, “consiguió lo que anhelaba su corazón, y acaso no hay mayores felicidades”. Ahora que ha muerto, aunque no ha dejado de estar presente, entre todas las imágenes que nos dejó me quedo con el recuerdo de ese jugador de México 86: veloz, potente, fantástico.

Juana Gallegos

“Tenía 9 añosy conservo el vago recuerdo de una señorita entrando al campo de juego y llevándoselo de la mano”.

Yo tenía 9 años y Maradona rugía en la pantalla de la tele. Acababa de meterle un gol de zurda a Grecia y corría como poseído por la cancha. Casi y le da un frentazo a la cámara. Era el mundial Estados Unidos 1994 y yo no entendía porque el diez de Argentina vivía ese gol con tanto histrionismo. Lo entendería años después. Maradona volvía al fútbol tras haber sido suspendido por consumo de cocaína hacía dos años y con esa anotación le estaba gritando al mundo que había renacido, que estaba de regreso. Sin embargo, su épica se desinfló a los pocos días, cuando dio positivo en una prueba de dopaje de la FIFA. Yo tenía 9 años y conservo el vago recuerdo de una señorita con cola de caballo entrando al campo de juego y llevándoselo de la mano como un niño malcriado. Maradona había sido expulsado del Mundial, nunca volvería a jugar en uno, y yo, sin saberlo, había visto su último gol mundialista.

Esos son los primeros flashbacks que tengo del futbolista argentino. A mí no me llegó la imagen de ese muchacho sobrenatural que barrió con los ingleses en México ’86. Supe de la “mano de Dios” y del “gol del siglo” por mi padre, que me hablaba de estas hazañas con tal apasionamiento, como si me estuviera transfiriendo información que debía conocer y contar a mis hijos y estos a los suyos y así hasta la eternidad. Yo crecí, más bien, viendo en la tele a un señor gordo que hablaba raro y al que mis hermanos mayores llamaban “maradona- maladroga”. Yo era una niña y no comprendía a qué se referían con ese juego de palabras. Lo que intuía era que ese hombre, que alguna vez fue un astro del fútbol, ya no lo era.

Los noventa fue la década de los paparazzis, esas hordas de fotógrafos que vigilaban y registraban al milímetro la vida de las celebridades. El escándalo era oro puro para ellos y la vida de Maradona, una mina. Era un adicto a la cocaína y al alcohol, que hacía el ridículo en público y que, a veces, podía ser odio- so y violento. En una ocasión disparó una escopeta de aire comprimido a unos periodis- tas que merodeaban su casa. También abofeteó, dio cabezazos e insultó a algunos más. Al Perú llegaban las noticias de sus sobredosis y aquí tengo otro flashback: Maradona tirado en una camilla, con los brazos cruzados, siendo trasladado de emergencia a una clínica. Casi se muere. Eran comienzos del 2000.

En 2008, el director Emir Kusturica le hizo un documental, “Maradona by Kusturica”. Hay un contraste interesante en el filme: por un lado, están sus fanáticos, que ciegos de fervor por él, hasta le crearon una iglesia, la “maradoniana”: “Diego nuestro que estás en las canchas/ santificado sea tu zurda...”, comienza su versión del padrenuestro. Por otro lado, está la figura de Claudia Villafañe, su esposa de aquel entonces, madre de dos de sus hijas, que no dice una sola palabra en el documental, y a la que el director define como el ‘ángel de la guardia” del Diego.

Eran comienzos del nuevo siglo y todavía se veía a las mujeres como seres que lo soportan todo con tal de salvar del infierno a sus díscolos maridos. Todo calzaba en la historia de Maradona contada por Kusturica: Claudia era la salvadora, él era el dios errático que podía hacer lo que quisiera y el pueblo siempre estaría ahí para redimirlo, así no haya reconocido a hijos extramatrimoniales, así haya sido fotografiado con menores prostituidas en Cuba. Era el Diego. Ahora, que ha muerto, las redes se han polarizado. Se cuelga el video en que se le ve agrediendo a su última pareja, Rocío Oliva, se le llama misógino; y, por otro lado, se ven fotos de gente llorándole, cantándo- le, hinchándole en las avenidas de Buenos Aires. Y los tuiteros se preguntan: ¿Se debe abrazar al genio y absolver al hombre?

Yo tenía 9 años cuando comencé a guardar recuerdos sobre Maradona. No sabía que me había perdido su mejor época como futbolista. Yo lo vi a puertas de su infierno personal.

Periodista en el suplemento Domingo de La República. Licenciada en comunicación social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y magíster por la Universidad de Valladolid, España. Ganadora del Premio Periodismo que llega sin violencia 2019 y el Premio Nacional de Periodismo Cardenal Juan Landázuri Ricketts 2017. Escribe crónicas, perfiles y reportajes sobre violencia de género, feminismo, salud mental y tribus urbanas.