Según la RAE, agnóstico es lo perteneciente o relativo al agnosticismo, o sea a la a ctitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia . Por Ybrahim Luna (*) Señoras venden estampitas. Niños piden limosna. Un monaguillo con guitarra reparte volantes. Concluye la misa. Ha sido ese ancho respiro del que habla un escritor. Muy parecido a escuchar una breve sinfónica en vivo. Pero, en el fondo, sigues siendo agnóstico. Y es que en buena cuenta el mundo es agnóstico . La justicia es agnóstica. La medicina es agnóstica. Las finanzas, sumamente agnósticas; todo. Todo, aunque los gobiernos y las políticas necesiten (exhiban) su ineludible filiación religiosa: muchas veces como adorno; otras, como brazo de acción. Se dice, por ejemplo, que el Perú es un país católico. Y no solo es una cuestión de creer o no creer ; sino de intuir el “por qué” y “en qué” creer. Básicamente, de “sentir” para creer. Quien admite el dogma sin sentir realmente el espíritu de su esencia come un cebiche con el gusto anestesiado, generando, tarde o temprano, una relativa alergia al pescado. Seamos francos, hay más crédulos culturales, “temerosos del por si acaso”, que creyentes verdaderos. Pero en medio de ese circuito folk de la redención divina, el agnóstico perderá siempre, incluso más que el mismo ateo, al que los conversos consideran insalvable; tomando al agnóstico como posible proyecto de rescate de católicos, evangelistas, adventistas, etc., exponiéndolo a un enjuague de discursos repetitivos, cuadrados y soporíferos; y en otras circunstancias, a una burocrática negación, como en las opciones de las censos nacionales. El agnóstico, para definirlo en términos concretos, es el ser que declara inaccesible al entendimiento humano toda noción de lo absoluto. De ahí su rollo con la religión, de ahí su rollo con la intolerancia y lo fundamentalista. De ahí su condición de inadvertido árbitro entre ateos y conversos. Pero, ojo, no se lo confunda ni condene tan a priori. El agnóstico, normalmente, reconoce la importancia de los valores cristianos, comulgando con gran parte de ellos, y con su práctica protagónica en la sociedad. A propósito, ¿qué diferencia a un agnóstico de un ateo? Probablemente la decisión, quizá el miedo, tal vez la ignorancia, seguramente la moda; o cualquier cosa que distancie a un pan con azúcar de un bizcocho, o a un futbolista de un atleta. Ser agnóstico implica una sana concesión a la duda, dentro de la que se puede manifestar un mundo de interpretaciones para un mundo igual de grande e insondable, permitiendo que anide una certeza: la de la “posibilidad”. Posibilidad de algo más allá de lo que vemos. De alguien o algo más allá de los fenómenos naturales, y que no necesariamente es un enorme ser barbado que viste túnica blanca y ante quien hay que rendir cuentas luego de esta vida. Quizá sólo se trate de energía, necesidad, y un poco de dignidad ontológica. Cabe aquí recordar la singular anécdota de aquel hombre, que soñó que hablaba con Dios y que le pedía permiso para ser agnóstico, y que Dios se lo otorgaba diciéndole que estaba en todo su derecho. Ese hombre fue agnóstico gracias a Dios. ……………………… (*) Colaborador y escritor de "Criador de pilotos" en poesía; y "De corresponsal a cómplice" de cuentos. Encuentra su columna Hotel de Paso, todos los jueves en LaRepublica.pe