El último viernes 28 de agosto, una niña de cuatro años falleció a causa de un accidente vehicular en el distrito de San Juan de Miraflores. Acababa de subir con su madre a una unidad de transporte público cuando el conductor aceleró sin darles tiempo siquiera de ubicarse en algún asiento. La menor terminó cayendo y fue atropellada por una coaster. El lamentable suceso no solo dejó como saldo una pérdida irreparable para la familia de la víctima. Además, puso de manifiesto una realidad latente: pese a las mascarillas, los protectores faciales y los protocolos que vendrán, el transporte urbano en el Perú continúa siendo una bomba de tiempo.
Solo dos días antes, el 26 de agosto, la agencia internacional EFE informaba que, oficialmente, Perú se había convertido en el país de mayor mortalidad por COVID-19 en el mundo. Con ello, la emergencia que inició en marzo parecía haber alcanzado su punto más álgido. ¿Qué ha cambiado en cinco meses y medio? Las autoridades tomaron decisiones en un constante círculo de prueba y error con una serie de medidas —levantamientos de cuarentena que tuvieron que dejarse sin efecto, restricciones por sexo para salir a las calles o los horarios aún cambiantes de los toques de queda— cuyo futuro se mantiene como un misterio. Sin embargo, hay transformaciones en la vida de los peruanos que se perfilan como necesarias. Una de ellas es la manera en que nos movilizamos.
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Pensar en el transporte es, sin duda, uno de los retos más grandes que involucra la crisis sanitaria. A las persistentes alertas sobre buses y combis como focos de contagio se suman las preocupantes imágenes registradas en los últimos meses: personas aglomeradas tratando de subir a un vehículo totalmente repleto, usuarios que se niegan a utilizar un protector facial, colectivos que burlan la fiscalización y hasta grescas físicas entre cobradores y pasajeros. Si el transporte urbano en el Perú debe ir hacia alguna parte con las lecciones que deja la pandemia, queda claro que el camino por recorrer es todavía largo.
El problema no es reciente, desde luego. Por desgracia, desde hace décadas informalidad y transporte son dos conceptos fácilmente asociables en la sociedad peruana. La cuarentena, no obstante, significó una pausa que de algún modo podía servir para reconfigurar ese vínculo, o para desaparecerlo en el mejor de los casos. Pero aquello no ha ocurrido. Pareciera, más bien, que este escenario ha expuesto los peligros más letales de un sistema devorado por la evasión de las normas.
“El transporte tradicional está en manos de empresas afiliadoras, que no son propietarias de las unidades vehiculares. Al no ser propietarias, no tienen un poder real ni sobre los vehículos ni sobre los conductores. Se les ha apodado ’empresas cascarón’, porque están constituidas como empresas de transporte, pero no tienen capital social. Recién a partir del 2009 se les obligó un capital mínimo de 150 UIT. Eso las obligó a tener uno o dos buses. De las más de 350 que hay en Lima, hay menos de cinco empresas que tienen buses propios”, advierte Luis Quispe, abogado especializado en tránsito y representante de la organización Luz Ámbar.
El resultado de todo ello es un sistema que conserva a la fiscalización como una tarea pendiente para las autoridades. Mientras tanto, miles de personas se colocan diariamente un protector facial y una mascarilla —los nuevos símbolos de la legalidad en el transporte—, y entonces se ven en la obligación de abordar unidades de las que, a veces, nadie se hace responsable. Un ciclo repetitivo que, desafortunadamente, no ha podido ser cambiado pese a las constantes alertas sobre los riesgos epidemiológicos de subir a una combi o un bus.
Para la especialista en diseño de ciudades y coordinadora del observatorio Lima Cómo Vamos, Mariana Alegre, buena parte de este panorama se explica si se revisan las opciones con las que cuenta la población, que muchas veces encuentra un vacío al momento de buscar una alternativa al transporte tradicional. Una situación, en efecto, que se agudiza con el temor generado por la COVID-19 en los propios usuarios que necesitan trasladarse.
“Si antes existían colectivos informales, ahorita el problema es más grave. Esto no surge porque la gente es loca, sino porque hay una necesidad. Hay zonas que no tienen cobertura, y por temas de distancia y de tiempo el ciudadano busca un servicio que le resulte más favorable. Ahora la proliferación de colectivos es mucho mayor, porque a eso hay que agregarle la sensación de seguridad en un espacio entre comillas más reducido que una combi. Y eso no ayuda para nada a un escenario de fiscalización”, señala.
¿Hacia dónde debe ir el transporte? La pandemia plantea una serie de retos cuya consecuencia ideal sería superar el vínculo entre transporte e informalidad y, con las lecciones aprendidas, dar inicio a una etapa de intensa relación entre transporte y salud. Un trabajo de enormes desafíos que debe afrontarse desde ahora con miras al futuro. Al fin y al cabo, los estragos de la crisis sanitaria no solo seguirán siendo tarea de las autoridades políticas vigentes, sino también de las que vendrán.
“El transporte público, lamentablemente, es caótico en el Perú. Yo creo que hay medidas inmediatas y a mediano plazo. Lo inmediato tiene que ver con la comunicación de riesgo. Nosotros, más allá de hacer el control policial en las unidades de transporte, necesitamos un mensaje comunicacional mucho más claro. Ojalá el presidente [Vizcarra] dejara de gastar tiempo en hacer convocatorias de mediodía que no llevan un mensaje de riesgo o que puedan servir al ciudadano para poder protegerse. El mensaje tiene que ser mucho más elaborado para los diferentes grupos sociales, como los que usan el transporte público”, indica el exministro de Salud Abel Salinas.
Parte del proceso es asimilar, además, que el transporte urbano es el mecanismo de movilización preponderante para la ciudadanía. Si bien, durante los últimos años, se han alentado alternativas como el uso de las bicicletas con el objetivo de reducir el tráfico vehicular y la demanda de buses, los especialistas coinciden en que las decisiones originadas desde el poder político deben considerar esta realidad, que afecta al grueso de la población.
“A pesar de que tiene un elemento de riesgo, el transporte público ha sido, es y seguirá siendo la principal forma de transporte en la ciudad. Por eso es tan necesario que la inversión que se haga en estos sistemas vaya con esa claridad. No se puede pensar en hacer inversiones desde la idea de que como es peligroso nadie lo va a usar. Además, el transporte público colectivo tiene un rol importantísimo para la reactivación económica, que es una de las preocupaciones que tenemos como país”, precisa Alegre.
En ese sentido, además de la comunicación y de la comprensión de lo que significa el transporte público en el país, existen también proyectos de largo aliento que, de haberse desarrollado a tiempo, podrían estar salvando vidas en la actualidad. El retraso en algunos de ellos lo están pagando cientos de ciudadanos poniendo en peligro su integridad cada vez que hacen uso de alguna unidad de transporte.
Para Luis Quispe, uno de estos proyectos es el sistema integrado de transporte. “Somos el único país de Sudamérica, para no mencionar Europa u otros lugares, que no cuenta con un servicio integrado de transporte. El servicio integrado consiste en una red de buses, unido a un sistema de metros, a taxis y a bicicletas. Todo funciona como un mismo sistema. Esa modalidad no existe en nuestro país. Lo que tenemos, en Lima, es un servicio más o menos ordenado, que es el Metropolitano con el corredor Cosac 1. Este tiene cinco corredores complementarios operando y deberían tener 5.000 buses, pero solo tienen 775”, apunta.
En el Perú, la historia de las deficiencias en el transporte urbano es extensa. Vislumbrar un futuro diferente implica, en gran medida, tomar consciencia de todo lo que ha sucedido hasta ahora. Aunque la pandemia produzca la sensación de que todo ha empezado de nuevo, la historia no miente: las diversas modificaciones en materia de transporte han terminado dando vida a un sistema repleto de carencias.
“Antes del 90, las entidades que prestaban el servicio de transporte urbano eran comités, cooperativas, empresas de propiedad social que dejó el Gobierno militar y Enatru que era el servicio del Estado. Con Fujimori, los transportistas se constituyeron en sociedades anónimas. En 1995, sale el primer reglamento de transporte urbano. En el año 97, el alcalde Andrade sacó una ordenanza que determina que los vehículos de las empresas pueden ser propios o alquilados. Entonces vinieron las divisiones. De menos de 50 empresas, ahora tenemos entre 350 y 400 empresas de transporte, que aparecen sin capital social”, recuerda Quispe.
Pero son tiempos distintos. La COVID-19 ha vuelto a poner en la pantalla mundial la trascendencia de la ciencia y la tecnología. Apostar por ellas puede ser un paso crucial en la construcción de un nuevo modelo de transporte urbano.
“Hay que empezar por ponernos al día con lo que teníamos pendiente. El problema es el sistema, porque hoy se fiscaliza al estilo antiguo e ineficiente. Se debe trabajar en un proceso de reforma que incorpore tecnología, desincentivos o incentivos en función de lo que quieras promover. Es eso lo que tenemos que lograr que cambie, y ahí es donde las mejoras tienen que venir con procesos de reforma”, concluye Alegre.
Por su parte, Salinas sostiene que la respuesta a todo ello será una inevitable transformación. “Definitivamente, nuestros hábitos sociales van a tener que cambiar por los próximos tiempos. No me atrevería a decir si dos o tres años más. Hay que recordar que la vacuna estará disponible para un grupo vulnerable, no para todos los peruanos, y el riesgo de contagio seguirá. Ante eso, tenemos que estar preparados y yo insisto en que esta es una enorme posibilidad de cambios. No se habla mucho de esto porque no es algo que se pueda lograr ahora, pero en realidad hoy tenemos que pensar como país”, reflexiona.
“La gran lección que debemos tener ahora es que el Perú no debe volver a ser el de antes. Tiene que proyectarse, a cinco o diez años adelante, diferente. Sobre todo en lo que veníamos rezagados”, agrega el médico.