Me casaré con Natalia el próximo verano. Antes, claro, debemos superar la fase burocrática presentando la copiosa documentación que nos exigen el municipio y la iglesia. A saber: Partidas de bautismo oleadas y sacramentadas por el Arzobispado. Partidas de nacimiento certificadas con vigencia de tres meses. Constancias de confirmación que lleven el visto bueno de las altas autoridades eclesiásticas. Rigurosos exámenes médicos practicados en un laboratorio específico. Fotos tamaño carnet con fondo blanco. Documentos de identidad de los padrinos del casamiento. Nombres, pelos y señales de los testigos de soltería, quienes deben conocer a los novios desde hace por lo menos cinco años y hablar bien de su amistad ante el párroco que los entrevistará. Edictos y proclamas que informen a la comunidad del próximo enlace, con el propósito de ver si algún cristiano está en desacuerdo. Certificado de charlas prematrimoniales. Y declaraciones juradas domiciliarias, sustentadas con facturas. Ese es el arsenal de requisitos imprescindibles para casarse bajo las leyes terrenales y divinas. Si no nos han pedido el RUC y el SOAT, ha sido de milagro. Me pregunto si tiene sentido que un acto o sacramento que une a dos personas adultas y libres esté revestido de tanto papeleo. Si hay «divorcios ejecutivos», por qué no puede haber «matrimonios express». Estarán de acuerdo conmigo en que habría que exigirle a la gran industria propagandística del matrimonio que incorpore en su publicidad este farragoso aspecto prenupcial y cuente la historia completa para avispar a los incautos que creen que basta con pronunciar el «sí». Una vez concluido el laborioso peregrinaje por oficinas y despachos, contaremos los días para iniciar la fase ritualista de la boda y cumplir con las habituales convenciones sociales de esta parte del mundo. Menos mal, pienso, que no vivimos en Mauritania, donde las jóvenes, en nombre de una tradición llamada «Leblouh», son ingresadas a campamentos de engorde para que suban de peso, consigan marido y lleguen orondas y empachadas a la boda, pues los mauritanos ven en la obesidad un signo de riqueza y opulencia. Menos mal que tampoco estamos en las Islas Comoras, donde los habitantes ahorran durante toda la vida para dilapidar su dinero en la celebración de un matrimonio que se prolonga durante días, y que solo culmina después de que los flamantes esposos distribuyen generosos sacos de arroz, carne y dinero entre los personajes más notables de la sociedad. Asimismo, encuentro muy positivo que no seamos miembros de la tribu Tidong de Malasia, cuyos jerarcas prohíben a los novios ir al baño durante los tres días y noches posteriores al matrimonio bajo la creencia de que, si incumplen con esa regla, padecerán largas temporadas de mala suerte. Por cierto, los novios egipcios tienen un antídoto para espantar la mala suerte: pellizcan a la novia varias veces el día de la boda hasta que llega el momento del intercambio de aros, que son colocados en el dedo anular porque, según una antigua creencia egipcia, está conectado al corazón por una vena. Agradezco vivamente que no seamos ciudadanos de la India, donde los novios se deshacen de los malos espíritus con un rito de purificación que consiste en el untamiento de un bactericida natural llamado «cúrcuma» en todo el cuerpo. Y celebro, cómo no, que no habitemos ciertos pueblos de Escocia donde embadurnan a los novios con una pasta hecha de huevos y salsa de pescado y los pasean por las calles con esas mugres encima para anunciar su matrimonio. Me alivia que no seamos griegos porque tendríamos que soportar que los invitados rompan platos a nuestros pies como señal de algarabía. Ni italianos, porque quebraríamos copas y nos arrodillaríamos a contar los fragmentos para saber así cuántos años duraremos juntos. Ni alemanes, porque deberíamos serruchar el tronco de un árbol para mostrarles a los demás nuestra capacidad para vencer obstáculos. Ni gitanos, porque nos harían pruebas en la vía pública para comprobar si somos vírgenes o no. Ni armenios, porque nos veríamos en la obligación de soltar cientos de palomas al salir del templo. Ni africanos, porque ejecutaríamos el «jumping the broom», extraña práctica en la que los novios saltan sobre una escoba repetidas veces para simbolizar su compromiso. Ni filipinos, porque nos pondríamos pesados cordones blancos alrededor del cuello. Ni zulúes, porque masacraríamos vacas y luego depositaríamos fajos de billetes en los estómagos tasajeados de tan nobles animales. Ni balineses, porque cubriríamos el trecho rumbo al altar sobre el lomo de un elefante. Preferiría, en todo caso, ser polaco para que me bañen en vodka en el umbral de la Iglesia. O japonés, para tomarme nueve copas de Sake la mañana de la boda. O francés, para emborracharme con los amigos una semana antes del matrimonio y enterrar en un ataúd las muchas botellas vacías de esa noche junto con variopintos souvenirs de nuestros años de decadencia y soltería. Tendré que coordinar con Natalia nuestros posibles rituales. En todo caso puedo descartar de plano que vayamos a celebrar nuestro matrimonio como en las zonas rurales de Austria, donde los novios intercambian manzanas remojadas. Solo que no en agua, sino en el sudor de las axilas.