UNO. Antes del Mundial Italia 90, me costaba diferenciar a Irlanda del Norte de República de Irlanda. A mis amigos del barrio les pasaba igual. Nos confundía que en los campeonatos de fútbol ambos países se hicieran llamar de forma genérica “Irlanda” y vistieran el mismo uniforme: camiseta verde y short blanco. Teníamos trece o catorce años e ignorábamos por completo las disputas políticas y religiosas que habían llevado a los irlandeses a demarcar su territorio décadas atrás. Algún adulto, no recuerdo quién, nos explicaría que Irlanda del Norte era parte de Gran Bretaña mientras que la otra Irlanda era una isla autónoma, pero nosotros seguimos sin entender la diferencia y nos dejamos guiar por nuestras pocas certezas futbolísticas, obtenidas de las revistas argentinas y españolas que circulaban en aquella prehistoria sin Internet. Sabíamos que en la pantalla de televisión jugaba Irlanda del Norte si en el arco estaba cuadrado el veterano Pat Jennings, que se peinaba como los Beatles y que había tenido atajadas formidables en México 86. Y sabíamos que era República de Irlanda si aparecía el ídolo Tony Cascarino pidiendo la pelota. Cascarino estaba zafado. Al retirarse, publicó una autobiografía confesando que no era irlandés (“i am fake irishman”), que fue infiel a su esposa, que abandonó a sus hijos, que consumió sustancias prohibidas mientras jugaba fútbol y que era ludópata. Todo lo cual, sin embargo, incrementó inexplicablemente su popularidad entre los irlandeses. DOS. A mitad de los noventa, el fútbol pasó a segundo lugar. Era la época en que íbamos a los bares que nuestra economía universitaria permitía, esperando conocer chicas. Una noche, caminando por Larco, nos sugirieron ir al “Murphy’s”, el Irish Pub de Miraflores. El local reventaba de gente. Nos sentamos y tomamos por primera vez cerveza Guinness. Casi no se podía hablar porque una banda tocaba y nuestra mesa estaba cerca de los parlantes. En las paredes había camisetas de deportes que no me interesaban: hockey, remo, rugby. Tengo la impresión de haberme aburrido mucho porque cada vez que iba al baño veía con envidia las fotos pegadas en los muros mostrando viejas noches de gloria en el “Murphy’s”: juergas verdaderamente irlandesas, con mujeres de sonrisas espléndidas metidas en ajustados vestidos de color verde, tréboles tatuados en las mejillas, vasos de “whiskey” en ambas manos, dejándose abrazar por una cofradía de ebrios de bigotes lanudos como los de Saint Patrick. TRES. Más adelante, lo único que competía con el fútbol y los bares, eran los libros. Libros de escritores irlandeses, por ejemplo. Irlanda es el país con más cantidad de escritores por metro cuadrado. Tiene menos de cinco millones de habitantes y cuatro Nobel de Literatura (Bernard Shaw, William Butler Yeats, Samuel Beckett y Seamus Heaney), además de celebridades literarias como James Joyce, Oscar Wilde, Bram Stoker y Jonathan Swift, el primero que descubrí. O autores más recientes y geniales como Flann O’Brien o John Banville. Hay quienes, para explicar tan fructífera tradición, señalan que en la declaración de Independencia de 1916, cuatro de los siete firmantes eran poetas. Otros dicen que son las guerras internas y la honda cultura etílica lo que ha favorecido la presencia continua de esos animales solitarios que se dedican a escribir. Cuentan que Yeats fue uno de los pocos autores irlandeses abstemios y que, mientras vivió en la Isla, nunca pisó un pub. Todo lo contrario a Brendan Behan, quien escribía sin parar desde las siete de la mañana hasta el mediodía, hora en que abrían los bares de Dublín. Behan decía: “No soy un escritor con problemas de alcohol, sino un alcohólico con problemas de escritura”. Murió a los 41 de cirrosis. El escritor español Javier Reverte, autor de Canta Irlanda, describe a ese país de la siguiente manera: “una isla en la que no hay serpientes; que exporta al mundo curas, monjas y cerveza negra; que presume de tener uno de los índices más bajos de suicidios de Europa; que nunca ha invadido a nadie y que ha sido tantas veces invadida (por vikingos, normandos e ingleses); donde sus habitantes beben hasta el delirio, y prefieren la carne al pescado, las patatas a las verduras, y aman a cisnes, caballos y poetas. Y cuya bandera no muestra águilas ni leones, tan solo una delicada arpa”. CUATRO. Se me mezclaron todos estos recuerdos la otra noche aquí en Madrid, cuando acabé sentado con un amigo peruano en la barra del “James Joyce”, un Irish Pub de la Calle de Alcalá, tomando Guinness congeladas y viendo en pantalla grande el partido en el que República de Irlanda clasificó a la Eurocopa luego de ganarle 2-0 a Bosnia Herzegovina. Para nosotros, el verdadero espectáculo eran los parroquianos: cuarenta irlandeses pálidos y borrachos que insultaban al árbitro en gaélico y gritaban los goles del número catorce, Jonathan Walters, hasta quedarse afónicos y bizcos. Viéndolos pensé en aquella frase que siempre se ha atribuido a Sigmund Freud: “Irlanda es el único pueblo en el que mis teorías de psicoanálisis no sirven para nada”.