Por Raúl Tola Llegar a Madrid en esta semana que alterna días de sol, neblina y lluvia, en medio de la seguidilla de conferencias, entrevistas y debates del curso al que estoy invitado, para conocer la historia de José de Armendáriz y Perurena, marqués de Castelfuerte y virrey del Perú, ha sido una feliz coincidencia. Todo por culpa de Alfredo Moreno Cebrián, historiador español enamorado del Perú, que descubrió a José de Armendáriz de casualidad, mientras leía Las noticias secretas de América. Allí se lo calificaba como el gobernante “más justo, caritativo, afable” que tuvieron las colonias. Moreno decidió ahondar en esta figura insólita, cuyas peripecias no detuvo ni la muerte (tuvo que ser enterrado y desenterrado seis veces), y su sorpresa se ahondó con cada novedad. Encontraría la verdad al poco tiempo, en los testamentos del virrey. La primera pista fue la decisión de sus albaceas de no hacer un inventario total de los bienes del difunto, sino apenas de los encontrados en su casa. La segunda y definitiva fue un “documento de salva y guarda” adjunto al testamento. Allí se advertía que un tal Juan de Dutarí quedaba libre de cualquier acción judicial que la herencia de Armendáriz pudiera provocar. Ese nombre fue la punta de la madeja para Moreno. A partir de él, consiguió desenmascarar una estructura que había permitido enriquecerse a Castellfuerte en secreto, ajeno a las múltiples fiscalizaciones de la historia, y que, además de Dutarí, incluía al hermano del virrey, a su confesor y a un poderoso comerciante, todos unidos por vínculos de paisanaje, pues eran de Pamplona. José de Armendáriz y Perurea no inventó los testaferros, pero supo emplearlos con una habilidad y eficiencia desconocidas para la época. El “premio” de ser virrey. Los intereses públicos y privados del gobierno virreinal en el Perú de Felipe V, resultado de estas pesquisas de Alfredo Moreno, es un libro fascinante, que mal leído parecería confirmar uno de los prejuicios a los que se recurre con mayor insistencia para explicar nuestro atraso: que la herencia colonial introdujo y grabó a fuego la corrupción, el mercantilismo y haraganería, y que estamos condenados a sufrirla por siempre. No es así, por supuesto, y la mejor prueba de ello la veo a toda hora, mientras camino por estas calles antiguas, olorosas a tabaco y llenas de bares y librerías. A diferencia de nosotros, España (el “exportador” de nuestros defectos) rompió con la tradición e inició hace años un proceso de reformas que incluyó políticas de institucionalidad y transparencia, y que, si bien no la han convertido en sinónimo de perfección (y, claro, no la han salvado de la crisis económica, que es agobiante), sí le han permitido dar un salto notable tanto en su aparato estatal como, en general, en toda la telaraña social. La moraleja es sencilla: en cuanto comprendamos que el origen marca pero no define, dejaremos de llorar las penas del pasado.