El 2019 promete ser un año decisivo en la lucha por sentar las bases para crear finalmente un estado democrático en el Perú. Es, al mismo tiempo, un año que va a estar marcado por múltiples riesgos que debieran ser prevenidos. Uno de ellos es el del estallido de la violencia. Aquí nos encontramos con la paradoja de que no hablar de la violencia puede propiciar que ella se haga presente. Exorcizarla requiere obligarla a hablar, como los demonios que sólo pueden ser exorcizados cuando se les obliga a decir su nombre. El trauma de la guerra senderista ha llevado a desconocer en el debate político y académico en el país el papel de la violencia como componente de la acción política. Nos gustaría que la política sea sólo diálogo y acuerdos pacíficos, pero hay momentos en que éstos no bastan, o son saboteados, o son simplemente imposibles, y entonces aparece la violencia. Los teóricos que han reflexionado sobre la política consideran que esta tiene dos componentes fundamentales: consenso y violencia. Esta no es solo una opinión de Maquiavelo y Schmidt sino de intelectuales tan insospechables de radicalismo como Max Weber, uno de los padres fundadores de la Sociología, que sostiene que el núcleo fundamental de la racionalidad estatal es el monopolio de la violencia legítima. La política combina siempre consenso y violencia: cuanto más consenso hay menos violencia se requiere, y viceversa, cuanto menor es el consenso tanto mayor será el componente de violencia. Como decía Hannah Arendt, ningún poder puede sostenerse solamente en base a la violencia de la misma manera que ninguno puede hacerlo basándose exclusivamente en el consenso. El tema central de la política es el poder, y el poder es la imposición de la voluntad de unos sobre otros. Esta se puede realizar por medios pacíficos, por ejemplo, a través de legitimar el derecho de unos a imponer su voluntad a través de elecciones y de la constitución de mayorías y minorías, bajo el acuerdo previamente aceptado de que se reconocerá como legítima la voluntad de la mayoría. En este caso, típico de la democracia representativa, se ha construido un consenso que permite zanjar las diferencias por medios pacíficos. Pero hay momentos en que se hace imposible construir tales consensos y entonces se hace presente la violencia. Esto puede ser una consecuencia de la naturaleza misma del poder que se recusa. Es el caso, por ejemplo, del poder colonial, que se sostiene por la fuerza, y sólo puede ser derrocado por la violencia. Es lo que hace legítimas las guerras que a inicios del siglo XIX emprendieron nuestros próceres, los criollos que nos dieron la libertad. En otros casos la construcción de un consenso por medios pacíficos es bloqueada por la prepotencia y la estupidez de determinados actores políticos. Es lo que sucede hoy en el Perú con el sistemático bloqueo de la voluntad popular por la alianza aprofujimorista atrincherada en el parlamento nacional y por sus socios agazapados en el aparato judicial, cuya máxima expresión es hoy el fiscal de la nación, Pedro Gonzalo Chávarry. El referéndum convocado por el presidente Vizcarra alcanzó un contundente apoyo popular que supera el 85%. Pero su ejecución viene siendo bloqueada por un parlamento cuya desaprobación, según la última encuesta del IEP, asciende al 89% con una aprobación de apenas el 7%. Más específicamente enfrentan a la voluntad popular un par de organizaciones cuyos principales líderes baten récords históricos de desaprobación: Alan García suscita un 93% de rechazo y Keiko Fujimori 86%, mientras que ambos tienen un respaldo de apenas 4% y 9%, respectivamente. El Apra y el fujimorismo han perdido toda legitimidad. Pero bloquean la voluntad soberana del pueblo y se burlan de la institucionalidad que debieran defender, por ejemplo, cuando se niegan a entregar a la justicia a parlamentarios sentenciados a prisión como Benicio Ríos y Edwin Donayre. Otra burla que ahora indigna a la ciudadanía la perpetra el fiscal de la nación, Pedro Gonzalo Chávarry, dilatando la confirmación de los fiscales Rafael Vela y José Domingo Pérez del caso Lava Jato y de las fiscales Rocío Sánchez y Sandra Castro del caso Cuellos Blancos del Puerto. Violenta la democracia que su ratificación dependa de Chávarry, al que deben investigar. Cerrar las vías a la voluntad popular abre el camino a la violencia. Así lo entendieron los autores de la constitución de 1979, que incluyeron el derecho a la insurgencia contra la ilegitimidad. Es de recordar que uno de los principales impulsores de esta reivindicación fue un aprista: Armando Villanueva del Campo. Provocar al soberano es jugar con fuego. Ojalá lo entiendan nuestros otorongos.