“Mejoremos la legislación partidaria. Pero no les carguemos a los partidos todos nuestros males ni tampoco depositemos en ellos todas nuestras expectativas”.,¿Por qué no tenemos genuinos partidos políticos? ¿Es porque no hay buenos dirigentes o porque carecemos de la legislación adecuada? En parte, sí. Una legislación que impide el registro de nuevos partidos, por el costo prohibitivo de la recolección de firmas; que alimenta el canibalismo con el voto preferencial; o que inclina la cancha a favor de quienes disponen de dinero, como ha sido hasta el referéndum del último domingo, sin duda que influye en la calidad de los partidos y de sus parlamentarios. Pero hay también otras causas, que no son exclusivas del Perú. La historia, siempre buena consejera, anuncia que en el siglo XX hubo cuatro grandes coyunturas favorables a la renovación de los partidos políticos peruanos, coyunturas que corresponden al fin de sendos gobiernos autoritarios: 1931, 1956, 1980, 2000. La renovación de los partidos, como se sabe, es una condición para la vigencia de una auténtica democracia de partidos, que es todo lo contrario a la fosilización. En 1931, agotado el civilismo y derrocado Leguía, aparecen los primeros partidos de masas (Partido Aprista Peruano, Unión Revolucionaria) e ideológicos (socialistas, efímeros intentos social cristianos). Alrededor de la caída de Odría en 1956, surgen los nuevos reformismos: Acción Popular, el Partido Demócrata Cristiano, el Movimiento Social Progresista. Pero en los años ochenta, luego del gobierno militar, no surgen nuevos partidos, salvo un frente, la Izquierda Unida, que se había esbozado en el período anterior al gobierno militar mismo. Y en el 2000, a la huida de Fujimori, ya no nacen partidos en el sentido propio del término. En realidad, desde Belmont en 1989 y desde el propio Fujimori en el 90, lo que aparecen son organizaciones que no tienen ideología ni programa; no hacen formación ni debate político; no movilizan gente en torno a reivindicaciones nacionales ni construyen direcciones colectivas; en suma, son aventuras personalizadas en torno a un caudillo, que de partidos solo tienen el rótulo. No hay razones ni antecedentes para pronosticar que, mediante normas legales, volveremos a tener partidos ideológicos y programáticos, no solo caudillistas, en el siglo XXI. Más allá de las leyes, y sin minimizar su importancia, la razón de que no surgieran genuinos partidos ni en 1980 ni en el 2000, estriba en un cambio en la producción y consumo de bienes culturales que incluye, los bienes religiosos, artísticos y políticos. Se trata del fin de la predominancia de las relaciones cara a cara y el surgimiento de una cultura audiovisual, que ha sido seguida por el auge de las comunicaciones virtuales. El canadiense Macluhan lo llamaba el fin de la Galaxia Gutenberg y el ingreso a la Global Village; el francés Regís Debray, el tránsito de la grafosfera a la videoesfera. Lo cierto es que la televisión, con todas sus innegables ventajas, ha traído un cambio cultural de polendas. La comunicación audiovisual necesita de imágenes, no de conceptos; de rostros, no de programas. Por eso la extrema preocupación por sus efectos en la vida política, la “videopolítica”, demolida por el italiano Giovanni Sartori; y por eso la condena sin tapujos a la televisión que formula el liberal letón Isaiah Berlin. Los partidos, en su acepción clásica, corresponden a una etapa en el desarrollo de la democracia. Seguramente no desaparecerán, y deben ser fomentados y regulados, pero ahora vivimos ya en otra etapa que es la que el británico Bernard Manin llama la democracia de audiencias, y que puede mejor llamarse la democracia mediática. Mejoremos la legislación partidaria. Pero no les carguemos a los partidos todos nuestros males ni tampoco depositemos en ellos todas nuestras expectativas.