Lo que viene ocurriendo en un caso emblemático en el Brasil es diferente: el salto a un cargo político del juez Sergio Moro.,Hace algunos meses hice referencia en otro medio (El País, 19/04/2018) a lo positivo que algunos jueces –y la justicia– mejoren en sus índices de aprobación ciudadana como consecuencia de los procesos contra la corrupción. Mejora que se explica por percibir al sistema de justicia en acción y golpeando a la asfixiante corrupción. Advertía, sin embargo, de una peligrosa tentación, que podría afectar seriamente la continuidad y rigor de la función judicial en enfrentar a la corrupción: buscar ser “rock star” y protagonistas políticos, tentación que puede hundir complejos procesos judiciales. No hay que confundir eso, por cierto, con la lógica visibilidad de quienes desde el ministerio público o la judicatura nacional conducen procesos de envergadura. Si existieran tentaciones, ¡cuidado con ellas!, pero lo concreto es que no se ven señales preocupantes en personas dignas como el fiscal superior Rafael Vela, coordinador de las investigaciones sobre lavado de activos, o José Domingo Pérez, en procesos sobre “Lava-Jato”. Algunos ven en Concepción Carhuancho ese tipo de tentación, pero no creo que existan hechos que sustenten una preocupación sobre un supuesto “aprovechamiento político” de su función. Lo que viene ocurriendo en un caso emblemático en el Brasil es diferente: el salto a un cargo político del juez Sergio Moro quien asumirá el nuevo y superpoderoso ministerio de “Justicia y Seguridad Pública” convocado por el presiente electo Jair Bolsonaro quien, entre otras perlas, ha declarado que “el error de la dictadura fue torturar y no matar”. Que Moro haya aceptado desempeñar una función política –aun aupado de un extremista– renunciando a la judicatura, está en su derecho ciudadano. La pregunta que muchos se hacen es, más bien, si, en realidad, Moro no estaba ya haciendo política desde la judicatura. Algunos analistas –como Víctor López en El Diario, de España– llegan a precisar algunos momentos claves de lo que parece ser en el curso politizado de algunas decisiones jurisdiccionales de Moro. Destacan tres. El primero (marzo, 2016) habría sido la espectacular orden de detención contra Lula para llevarlo a una diligencia judicial en la operación Lava-Jato; Lula recién estaba siendo citado y no se había negado a comparecer o entregar información. Pero los espectaculares –e innecesarios– helicópteros, patrulleros y vasto despliegue policial fueron una llamativa función para el público. A ello siguió la debatible condena a Lula por un departamento que nunca llegó a estar en su propiedad ni posesión; Moro reconoció, luego, que la condena se basaba sólo en “elementos de convicción” y no en pruebas específicas. El segundo fue a los pocos días: Moro entregó a la prensa la grabación de una conversación entre Lula y Dilma Rousseff. Esta obraba en el expediente a su cargo, pero al haber sido ilegalmente obtenida no podría haber sido usada y, menos, divulgada. Esta divulgación –acto político y no jurisdiccional– fue contributiva de la decisión del Congreso de destituir a Rousseff. Otra “perla” de acto político desde la judicatura ocurrió hace poco, días antes de la primera vuelta electoral presidencial: Moro levantó el secreto de una declaración reservada de un ex ministro de Lula; tenía ya varios meses pero era oportunamente divulgada –por sus efectos políticos– en el momento final de la campaña. Según ha declarado el general Hamilton Mourão, quien será vicepresidente de Bolsonaro, para esa fecha ya estaban en marcha los contactos ofreciéndole a Moro el ministerio de justicia. Saludar, pues, a quienes abren la ruta de una justicia que en su independencia y energía investiga en serio a la corrupción; pero cuidado –otra vez– con las tentaciones de “rock star” y, en particular, del uso político de la función judicial.