Si hay algo que ha resultado muy impopular para un periodista en el Perú de los últimos años es explicar la ley. Se reacciona mal ante la ley. Parece irracional, insuficiente o de una lógica inasible. Como no se puede apreciar las bondades de lo desconocido, mucho menos de lo inentendible, voy de nuevo con la esperanza de que, esta vez, con otros jugadores en el partido, las reglas se entiendan sin ser insultada por explicarlas. Para fines prácticos, la pérdida de la libertad es la máxima pena que el Estado peruano puede imponer a un ciudadano hoy en día. La máxima, no la mínima. Por tanto, para imponerla sin condena, tienen que cumplirse estándares que son –salvo en algunas satrapías– universales y provienen de siglos de lucha por tener un sistema de justicia y no un sistema de ajusticiamiento propio de la barbarie. A la luz de estos principios, un investigado o procesado será siempre inocente hasta que no se dicte sentencia. Por ello, las limitaciones a la libertad durante la investigación o el proceso solo pueden establecerse por motivos graves y, de ser posible, gradualmente. Es decir, deben adoptarse, en caso de ser necesarias, primero las medidas menos restrictivas y luego las más restrictivas. ¿Cuáles son motivos graves? Huir de la acción de la justicia o perturbar la acción probatoria. El que ha huido, como Alberto Fujimori o César Hinostroza, pierde su libertad. ¿Keiko Fujimori merece una prisión preventiva de acuerdo a estos estándares? Por el momento, no. Pero si, por ejemplo, se puede probar que dirige actividades para entorpecer la investigación a la que sí está sometida, su situación cambiará y ello debe limitar su libertad gradualmente: impedimento de salida del país, permiso para salir de la provincia de Lima, arresto domiciliario son medidas que pueden cumplir el mismo fin, pero con el menor menoscabo posible a la libertad. Así debe ser para todos. Lamentablemente, no lo es y no lo ha sido. Pero de muchos males no se hace un bien. Por otro lado, nadie puede ser sancionado por una conducta que al tiempo de realizarse no estuviera prevista como delictiva. Es decir, si no está en el Código Penal, no es delito. La analogía está prohibida. No hay delito de “precoima” y otras barbaridades que se escuchan alegremente disparar en estos días. En el derecho penal, la ley no es un chicle que se estira al gusto del cliente. Tampoco está permitido “salir de pesca”, es decir, “te investigo y vamos viendo qué delito te encuentro”. He repetido, durante varios años –antes con poco éxito, hoy con gran popularidad– que la recepción de dineros de la campaña del 2011, aun ocultando la fuente a la ONPE, no es delito por sí misma. Mucho menos un delito grave como lavado de activos porque el receptor no podía conocer o presumir que Odebrecht, ese año, tenía una conducta ilícita. Probar lo contrario, lo veo casi imposible. Es, por tanto, una conducta “atípica”. Es decir, no entra dentro del tipo penal que no es más que la descripción exacta de la conducta punible. ¿Se puede cambiar la ley penal? Se puede y se debe. Pero no se aplicará a hechos pasados. El fiscal José Domingo Pérez ha hecho un impecable trabajo de investigación que detecta lo que sabemos hace años. Nadie declara los nombres de los verdaderos aportantes por un abanico de razones. Este trabajo debe ser un buen insumo para legislar mejor, pero no alcanza para condenar a ninguno de los candidatos de la campaña del 2011. Si fueran honestos y realistas, deberían confesar la verdad de una vez. Se ahorraría mucho tiempo, dinero y pesares. Nos pueden caer bien o mal las personas. Pero, aun siendo cierto, nadie puede ser detenida o condenada por ser mala hija, antipática, prepotente, destructiva, autoritaria o manipuladora. Tampoco por ser frívola, mandona o metete. Menos por ser timorato o pusilánime. No es un asunto de amores o de “odios” como parlotean las huestes de Keiko Fujimori. En un Estado de derecho puedes estar demolido políticamente, pero eso tampoco te lleva a la prisión. Esos derrumbes tienen penas, pero de otra naturaleza.