"El país de las mujeres más hermosas, el país donde no faltaba trabajo si querías progresar, que acogía con afecto al extranjero y lo trataba como a su igual. Todo eso significó Venezuela durante décadas".,Conocí Caracas en 1994, en tiempos del presidente Caldera. No eran ni “adeco” (Acción Democrática) ni “copeyano” (COPEI) los partidos que habitualmente se turnaban el gobierno, pero según los mismos venezolanos “casi no había diferencia”. En promedio, no parecía importarles tanto la política, y para un visitante a su enorme industria de ficción audiovisual, el dinero brotaba a chorros como el petróleo. Los centros comerciales y barrios de lujosos edificios eran interminables, e increíble el consumo de bienes suntuarios. Eso sí: la gran preocupación era la inseguridad ciudadana. Como siempre, la abundancia atraía lo mejor, pero también lo peor. A las 48 horas me ofrecieron trabajo, que felizmente aquí ya tenía ("¿no quieres ser parte de un equipo de guionistas? Graban montones de novelas, siempre necesitan”). Fueron los mejores anfitriones, vi que la gente de TV, teatro y cine desarrollaba su creatividad con muchos recursos, y a la semana me fui pensando: “¡Qué suertudos son!”. La misma suerte que tuvo un tío abuelo que migró en los años 50, y para los 90 hacía mucho que era millonario. Venezuela era la tierra prometida de Sudamérica. El país de las mujeres más hermosas, el país donde no faltaba trabajo si querías progresar, que acogía con afecto al extranjero y lo trataba como a su igual. Todo eso significó Venezuela durante décadas. Pero por debajo bullía un volcán a punto de estallar: lo anunciaba el extenso cinturón de barrios populares rodeando Caracas. Aun así, nada en absoluto, ni la peor profecía de pesadilla, auguraba que 24 años después se viviría lo de hoy. Que les tocaría tanta desgracia aumentada con mezquindad, xenofobia y lo peor que tenemos los humanos. Una enorme tristeza, por cualquier lado que se mire.