Wolfe era un verdadero prodigio, una aplanadora capaz de generar escenas de vértigo pespunteadas por imágenes vívidas y conmovedoras.,A Tom Wolfe lo leí por primera vez a mediados de los noventa, cuando Ricardo Uceda me prestó un volumen de cubiertas grises y lomo marrón que contenía una selección de los mejores periodistas narrativos de entonces. Un texto sobresalía del resto: era el primer capítulo de «Lo que hay que tener», de Wolfe. Describía el accidente de un avión de prueba en un pantano contiguo al campo de pilotos de donde salieron muchos de quienes luego serían los primeros astronautas de la carrera aeroespacial. Entonces lo leí varias veces, y a lo largo de los años lo he releído sin que envejezca ni me decepcione, ni deje de producirme esa sensación de estar en el lugar mismo que describe: «Cuando explota el combustible de un avión, crea un calor tan intenso que todo salvo los metales más duros no sólo se quema —todo lo de caucho, plástico, celuloide, madera, cuero, tela, carne, cartílago, calcio, cuerno, pelo, sangre y protoplasma—, sino que rinde su espíritu bajo la forma de todos los degradados gases pútridos conocidos por la química. Se podría oler el horror. Entraba por las narices, despellejaba las fosas nasales y penetraba hasta el hígado e impregnaba las entrañas como un gas negro hasta que no había nada en el universo, adentro o afuera, salvo el hedor de la chamusquina». Desde entonces busqué sus libros con verdadera vehemencia: novelas como «La hoguera de las vanidades», «Todo un hombre» y la propia «Lo que hay que tener»; recopilaciones de sus artículos como «El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron» (traducida al español por Mirko Lauer) y «El periodismo canalla y otros artículos», que alimentaron mi doble vocación de periodista y escritor. Algunas cosas suyas no me gustaban —ciertas exageraciones y modismos que podían ensuciar los textos— pero cuando se lanzaba a narrar, Wolfe era un verdadero prodigio, una aplanadora capaz de generar escenas de vértigo pespunteadas por imágenes vívidas y conmovedoras, con personajes llenos de contradicciones y humanidad. Nacido en 1930 en Richmond (capital de Virginia), Wolfe era una dandi que siempre vestía impecables trajes de color blanco. Estudió en Yale y comenzó como redactor de un pequeño periódico de Massachusetts, pero fue la lectura de «Joe Louis: el rey en la mediana edad», un artículo donde su amigo Gay Talese hablaba del campeón de los pesos pesados recurriendo a las técnicas de la novela, lo que le abrió los ojos a las posibilidades narrativas del género periodístico. Perteneció a una generación irrepetible (junto con Talese, Joan Didion o Hunter S. Thompson), que revolucionó el oficio y, en casos como el suyo, el de Truman Capote o el de su odiado Normal Mailer, también la literatura. Su muerte, que lo alcanzó esta semana a los 88 años, nos priva de nuevos textos salidos de la prodigiosa máquina de escribir de uno de los cofundadores de aquella corriente que se conoció como «Nuevo periodismo»: «Mucha gente cree que el nuevo periodismo era dar tus propias opiniones, mezclarlas con la historia que estabas contando, convertir esa historia en algo personal, escribir impresiones. Para mí, jamás fue eso. De hecho, nunca utilicé la primera persona del singular, a menos que tuviera un papel en la historia. ¿Por qué voy a tener que utilizar el ’yo’ si lo único que soy es un observador? ¿A quién le interesan las impresiones de un periodista?»