Pese a la xenofobia de Trump y a movimientos centrífugos como el Brexit, vivimos en un mundo de bloques regionales.,Es obvio que, aunque debilitados, los EEUU siguen siendo la primera potencia mundial. Lo nuevo y lo malo es que el Presidente Trump, ha retomado una viejísima política aislacionista, que se expresa en el retiro del TPP y de los Acuerdos de París sobre el cambio climático, y muy recientemente, en el abandono unilateral del pacto antinuclear con Irak. Andrés Ortega, del Real Instituto Elcano, de España, considera que ésta es la “política de la humillación”. Humilla a Irán, a México, a los palestinos, a los árabes, a los europeos; y a los inmigrantes ilegales los llama “animales”. América Latina no tiene capacidad para reaccionar. Como en todo triángulo sin base, es difícil oponerse a la potencia todavía hegemónica. Un trágico problema histórico de América Latina ha sido su incapacidad para articularse. En verdad, las relaciones entre los países latinoamericanos han pasado por tres estadios, más que sucesivos, superpuestos: la consideración del vecino como enemigo, como competidor o como socio. La primera perspectiva corresponde al proceso bicentenario de delimitaciones fronterizas: uno afirma su identidad por oposición al otro, como explicaba Benedict Anderson. Todo “nosotros” supone un “los otros”. La enemistad, sin embargo, no podía negar la aspiración común a alguna forma de integración o unidad frente a las amenazas exteriores, que empezaron al día siguiente de la Emancipación. Una manera inteligente de procesar esta contradicción ha sido la de reemplazar la enemistad por la competencia. Fue lo que proclamó, por ejemplo, Alan García frente a Chile: ganémosle, no en las trincheras, sino en el éxito económico. Ésta ha sido, de hecho, la actitud predominante en las élites latinoamericanas. Ello se expresaba y se sigue expresando en frases como “hay que ganarle al vecino”, “el vecino ya lo hizo y nosotros no”, etc. Las preocupaciones comunes han sido y son: quién llega primero a la APEC o a la OCDE, quién alcanza un mayor crecimiento económico o una más alta producción de minerales. Todo ello es legítimo y saludable, pero no alcanza a la eficacia de la unidad. Hoy, sin embargo, la unidad no puede seguir quedándose en declaraciones retóricas y fracasos prácticos, sino que se ha vuelto una cuestión de supervivencia. No resultaron confirmados ni “el fin de la historia” que proclamó Fukuyama ni la teoría del dominó que justificaba la guerra de Viet Nam como condición para evitar que los países del sudeste asiático “cayeran en las guerras del comunismo”. Estos países no sólo no cayeron en ninguna garra, sino que, cuando se retiraron las tropas extranjeras, iniciaron un progreso que ha transformado el paisaje económico mundial. De igual manera, las recientes guerras contra las ex colonias del mundo árabe no han producido democracias, pero sí han acarreado la migración masiva y el terrorismo que hoy aquejan a Occidente. Pese a la xenofobia de Trump y a movimientos centrífugos como el Brexit, vivimos en un mundo de bloques regionales: ASEAN, la UE con sus problemas, la Unión Africana con sus limitaciones. Para los latinoamericanos es indispensable actuar como socios y no como enemigos ni sólo como competidores. A pesar de que estamos viviendo una crisis general de todos los mecanismos de integración latinoamericana, viejos o nuevos. Es cierto que la crisis venezolana y la dictadura nepotista de Nicaragua constituyen una preocupación primordial a resolver. Pero sin dejar de prestarles la urgente atención que (ambos) merecen, la región tiene que prepararse para una actuación de conjunto, lo que hasta ahora sólo se ha logrado en momentos e instituciones de efímera vigencia.