La gente exige justicia y castigo a los corruptos. Con razón; y más si se trata de poderosos. En la piel de la sensibilidad de las mayorías está la indignación frente a la corrupción como principal problema nacional. Quedan atrás otros asuntos gravísimos –y tampoco resueltos– como el desempleo o la pobreza. Junto a eso, la desconfianza de la gente frente a la justicia, cansada de procesos que exceden los plazos razonables y de falta de resultados. El peligro es que para mostrar resultados “de impacto” se recurre muchas veces a medidas “de impacto” que está por verse en cuánto contribuyen realmente a la justicia anticorrupción. Como ya lo adelanté en este diario (20/7/17), en el proceso de investigar y castigar la corrupción no se deben afectar los derechos fundamentales, aunque se cuente con el pasajero entusiasmo y algarabía de un sector de la población. El uso abusivo de la detención preventiva es el mejor ejemplo. Se ha convertido, muchas veces, en una especie de “sentencia” anticipada y en una larga privación de la libertad que por lo general no es acompañada de actuaciones fiscales fulminantes. Los primeros 18 meses se pueden convertir, muchas veces, en otros 18 meses sin que aparezca una acusación fiscal perdiendo ni justificación sólida para esa medida extraordinaria. Así, lo que está diseñado como una respuesta judicial excepcional ante ciertos supuestos muy precisos que define la ley se ha convertido en la forma estándar en la que se conducen la mayoría de procesos. Muy grave, pues afectar los derechos constitucionales no es el camino para investigar y sancionar el delito, en general, o los vinculados a la corrupción, en particular. Aunque se cuente con la simpatía de las tribunas. La prisión preventiva dispuesta el lunes contra cuatro investigados por la fiscalía por delitos de corrupción ha puesto el tema, otra vez, sobre el tapete. Esto amerita al menos tres reflexiones. Primero: la detención preventiva durante un proceso penal debe ser excepcional y no rutinaria o generalizada. Es lo que dice la ley y reiterada jurisprudencia del TC y de la Corte Interamericana. Eso no se cumple en el Perú: el 58% de la población penitenciaria está en prisión preventiva y el 90% de las solicitudes de prisión preventiva se declaran fundadas. Lo excepcional se ha convertido en lo usual. Segundo: se olvida que la libertad individual es un derecho fundamental. Esta puede ser restringida en aras de la justicia, sí, pero para que esa restricción sea lícita deben concurrir todos los supuestos que establece la ley. Los más importantes –y controvertidos en su aplicación– han sido el “peligro de fuga” y el de “obstaculización a la justicia”. En la práctica la tendencia prevaleciente ha sido la de una interpretación laxa y muy flexible con un amplísimo grado de discrecionalidad para imponer esta medida restrictiva de la libertad. Cuando se está ante una persona que tiene decidido arraigo en un lugar (por tener allí su domicilio y trabajo, por ejemplo) y que ha colaborado con la autoridad en rendir manifestaciones ante las indagatorias a las que pudo haber sido convocado, pierde peso el temor o riesgo del “peligro de fuga”. Ese criterio jurisprudencial suele ser soslayado mencionándose, equivocadamente, como uno de los fundamentos el caso de la conducta del presidente del Club Regatas como “riesgo de fuga” cuando no “fugó” del país, pues se encontraba fuera cuando fue citado. Tercero: lo que al Estado le interesa en la investigación de casos de corrupción “macro” es, esencialmente, nutrirse de información sólida y de “colaboración eficaz” para poder descubrir hasta el último hilo de la madeja de la corrupción. Como lo ha sugerido De la Jara, sería mejor que a las personas que están siendo “indagadas” se les dijera algo así como “yo te garantizo tu libertad y un juicio impecable… [pero] deberás colaborar con todo y cumplir con reglas y obligaciones”. Podríamos tener así, acaso, muchos Carussos o Pavarottis dispuestos a contar todo.