En tiempos idos las tensiones políticas agudas se resolvían con golpes militares, tanques de guerra Sherman o T-54 de por medio. Eso esencialmente quedó atrás. En el Perú la última “procesión” política de tanques de guerra se dio en 1995 cuando investigaciones judiciales amenazaban con destapar las tropelías del “general victorioso” Hermoza y del escuadrón de la muerte “Colina”. En las democracias de hoy los “golpes” son diferentes, otros los terrenos en los que se disputan conflictos y se frenan –o promueven– los apetitos autoritarios. En los últimos años los tribunales o cortes constitucionales se han convertido en crucial manzana de la discordia y, muchas veces, en vital freno a tentaciones autoritarias. En América Latina y en otros lados. Lo sufrimos en el Perú cuando un valiente TC frenó a fines de los 90 el embeleco de la “interpretación auténtica” con la que se quería “constitucionalizar” una tercera elección de Fujimori. De hecho –y de derecho– estos tribunales son un espacio fundamental en el ejercicio del poder democrático y el control del mismo. No otra cosa está detrás del proceso montado por la mayoría fujimorista en el Congreso para tragarse al Tribunal Constitucional (TC). Un “disolver” de 1992 de nuevo tipo. Es que la historia demuestra que estos tribunales pueden ser claves para frenar el autoritarismo. Pasos valientes y decisivos han dado para eso en muchos países de la región y con muy buenos resultados. Dos ejemplos. Ante el “autogolpe” de Serrano en Guatemala en 1993, la Corte Constitucional lo desafió y, junto con la movilización callejera, frustró la intentona golpista. Más recientemente, la cuestionada decisión del presidente guatemalteco de expulsar a Iván Velasquez, jefe de la CICIG, la misión internacional de la ONU contra la impunidad, fue anulada por el Tribunal Constitucional. Velásquez sigue en Guatemala. En Colombia no ha habido golpes de Estado pero si enérgicas decisiones de su Corte Constitucional frente a decisiones políticas importantes que se hubieran ejecutado de no ser por sentencias de la misma. Cuando el 2010 avanzaba el proceso para un “referendo popular” que buscaba sortear el impedimento constitucional que bloqueaba el proyecto de una nueva reelección para el presidente Uribe, fue una sentencia de la Corte la que lo frenó. A nadie se le ocurrió en Colombia, por cierto, atacar, sancionar o, mucho menos, –ni antes ni ahora– presentar una acusación constitucional contra ninguno de los magistrados. Precisamente por el peso institucional –y político– que tiene un tribunal constitucional en el funcionamiento de la democracia y en la separación de poderes se han ido convirtiendo en una crucial “manzana de la discordia” impensable hace algunas décadas. Convertidas, también, por los angurrientos en “bocatto di cardinale” de las vocaciones autoritarias; no hay proyecto autoritario que sea viable sin meterle un zarpazo a este mecanismo de control constitucional. En Venezuela no hay Corte Constitucional pero si una Sala Constitucional en el Tribunal Supremo. Todo indica que para el proyecto autoritario en curso, echar mano de esa Sala fue esencial y, por lo visto, con buenos resultados para ellos. De acuerdo a un estudio de la organización venezolana “Un Estado de Derecho”, de 45,000 acciones constitucionales presentadas en una década, ni una sola fue resuelta por la Sala Constitucional en discordia con el poder político. Un poco más lejos, en la Polonia europea, el proyecto político populista y de extrema derecha en el gobierno desde hace un año, puso como punto inicial en su agenda el control del Tribunal Constitucional. Y lo consiguió. Fue muy simple: no juramentaron a los tres magistrados que ya estaban designados por el Congreso y con la nueva mayoría parlamentaria designaron a otros tres que raudamente asumieron funciones. Ahora el gobierno controla el tribunal y con ese paraguas busca dar pase “constitucional” a varios cambios legislativos que pueden acabar hasta con la más mínima sombra de independencia judicial. Este es el contexto del golpe institucional en marcha en el Congreso peruano para destituir a cuatro magistrados del Tribunal Constitucional y controlarlo totalmente; sería ese mismo Congreso el que designaría a los reemplazantes. ¿Será casualidad que una de las funciones del TC es ser la última instancia para conflictos constitucionales? Por ejemplo, el de decidir si fuese válida o no, una hipotética declaración de vacancia de la presidencia de la república por “incapacidad moral o física” resuelta a su libre albedrío por el Congreso. ¿No “siente pasos” alguien?