Esta semana el Congreso de la República apuró el proceso de reforma electoral, pasando una ley que prohíbe la postulación a cargos de elección a todos los condenados por delito de terrorismo. La lógica es muy sencilla: por la inmensa gravedad de sus delitos, estas personas pierden su derecho a optar por un cargo público. Comparten este destino con narcotraficantes, violadores y corruptos. Salvo contadas excepciones, parece haber un consenso sobre la pertinencia de esta norma, que busca cerrarle las puertas de la administración pública a las organizaciones criminales que más daño le han ocasionado a nuestra sociedad. La penetración de la delincuencia en el aparato estatal peruano resulta cada vez más evidente, y una medida como la aprobada buscaría frenar este proceso infeccioso. Resulta paradójico que esta nueva norma entre en vigencia en la misma semana que Rodrigo Londoño (a) «Timochenko», último comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), fue lanzado como candidato presidencial en las elecciones generales que su país celebrará en mayo de 2018. Luego de la entrega de armas que le puso fin a un conflicto armado que duró 53 años, el antiguo grupo guerrillero decidió lanzarse a la política. Cuando el nuevo partido se presentó en sociedad —con un nombre que mantiene sus siglas históricas: Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común— se descartó la posibilidad de tentar la presidencia. Dos meses más tarde, cambiaron de opinión. A diferencia del Perú, donde la subversión fue derrotada militarmente, la paz colombiana ha sido producto de un intrincado proceso de paz, lleno de idas y vueltas, que produce más polémicas que certezas, fracturando a la opinión pública. De una parte están quienes reclaman sanciones ejemplares para los responsables de las décadas de destrucción y asesinatos que asolaron Colombia, con un saldo de 260.000 muertos, 45.000 desaparecidos y más de 6 millones de desplazados. En la otra orilla se encuentran los que afirman que las concesiones hechas por Juan Manuel Santos se justifican en el camino hacia una paz que parecía imposible. Como era de esperarse, la postulación de Timochenko despertó una tormenta de comentarios: desde las indignadas críticas de Álvaro Uribe —por las condiciones del acuerdo de paz, Londoño no ha pagado con prisión ninguno de sus crímenes, cuyas penas combinadas suman 445 años—, hasta las opiniones de quienes piensan que es preferible enfrentarlo con votos y no con tiros, tocando ahora el momento de vencerlo en las urnas. Que Timochenko esté libre y en pleno ejercicio de sus derechos civiles es un precio que el gobierno de Santos aceptó pagar para ponerle fin a los 53 años de la guerrilla. Es lógico que una decisión tan dramática produzca partidarios y detractores, pero es la realidad con la que a Colombia le toca lidiar. Ojalá que —si no prospera ninguno de los recursos legales que la candidatura de Timochenko enfrentará— el pueblo colombiano sepa darle la espalda en las urnas, reduciéndolo a la insignificancia, relegándolo a la desaparición de su alternativa política, como una muestra de su condena por todo el horror vivido, así como su apuesta por la vida y por un futuro mejor.