En Hollywood todos sabían que Harvey Weinstein era un acosador en serie, pero preferían ignorarlo. Estaba aceptado que al productor más importante de la industria —todopoderoso fundador de Miramax, responsable del éxito de Quentin Tarantino y galardonado con 80 Óscares— no se le aplicaran las mismas leyes que al común de los mortales. En sus propias palabras, Weinstein podía comportarse como un «dinosaurio», y por su posición tenía carta libre para exigir favores sexuales a las actrices que pretendían un papel en sus películas. Ahora que el escándalo Weinstein remece los cimientos de Hollywood y los nombres de sus víctimas siguen engrosando una lista que incluye a Ashley Judd, Lupita Nyong-o, Gwyneth Paltrow o Angelina Jolie, parece que muchos han descubierto convenientemente que la conducta del productor no era normal. Más bien le correspondía la censura social y una posible condena judicial que ahora, mucho tiempo después de su primera violación, recién le empiezan a llegar. El caso de Harvey Weinstein resume bien cómo se ha comportado la humanidad frente a la violencia de género. Es difícil cambiar una costumbre que se remonta a la noche de los tiempos y que de tanto repetirse se ha normalizado. Muchos siguen pensando que si un hombre le pega a su esposa es un problema doméstico. Que dentro del matrimonio no ocurren las violaciones. Que si una mujer usa ropa corta y ceñida se busca su destino, está invitando a los violadores. La lógica escondida en cientos de ejemplos similares hace que sigamos tratando este fenómeno social y delincuencial como un problema doméstico, donde evitar el escándalo es preferible a denunciar el crimen. Por eso la airada reacción de tantas personas que no comprenden y se han indignado por el hashtag #PerúPaísDeVioladores. Las cifras de las golpizas, violaciones y feminicidios se mantienen, pero es mejor concentrar las energías rebatiendo un eslogan porque resulta incómodo y pincha un nervio sensible, pues cuestiona ese dogma antiguo e intocable que es la masculinidad. Esta incapacidad de identificarse con el agredido resulta especialmente estremecedora cuando la profesan congresistas con cargos clave como la expresidenta de la Comisión de la Mujer Maritza García, la accesitaria Nelly Cuadros (quien se opone al proyecto de ley que retira beneficios penitenciarios a los violadores porque incluye la palabra «género», que, afirma, lleva a distorsiones como querer casarse «con su computadora») o ex autoridades como Luisa María Cuculiza, quien, a pesar de haber sido ministra de la Mujer aseguró que la violación de la joven empadronadora del censo nacional (el caso que devolvió este debate al lugar central que le corresponde) era uno de esos «accidentes que pasan». En medio de una polémica nacional por un asunto de la máxima gravedad no han faltado esos pobres diablos que han encontrado la ocasión perfecta para hacer alarde de lo que consideran astucia y picardía, sembrando las redes sociales de comentarios trasnochados y bromas misóginas. ¿Acaso estos tristes sujetos no violentan a la mujer con su complacencia, su inmadurez o su pura imbecilidad? ¿Necesitamos más ejemplos para ponernos en los zapatos ajenos, entender la pertinencia del eslogan en disputa y comenzar a enfrentar en serio a la violencia de género, una aberración que entre nosotros resulta de una cotidianidad espeluznante?