Un fenómeno inquietante para el futuro de nuestra vida democrática es el divorcio entre la universidad y la política. Esto no quiere decir que la universidad se haya desentendido de los asuntos públicos. Aunque el medio universitario está saturado de casas de estudio de cuestionable calidad, todavía hay un puñado de ellas –las de más antigua trayectoria– que persiste en cultivar un pensamiento crítico sobre nuestra realidad social y política. Mediante foros, seminarios, y publicaciones, sin mencionar sus actividades lectivas cotidianas, estas pocas universidades proponen al país el conocimiento de sus problemas, la reflexión crítica sobre sus causas, un marco de valores para evaluarlas y posibles respuestas a problemas acuciantes: la exclusión, la pobreza, la precariedad institucional, la corrupción y, desde luego, la baja calidad intelectual y moral de nuestra política. No es, pues, la universidad la que ha abandonado a la política, sino, al contrario, la política, la que se ha desentendido de la universidad. Y esto equivale a decir que se ha divorciado del mundo de las ideas, lo cual es evidente para cualquiera que observe con alguna atención los debates políticos cotidianos. Estamos muy lejos, en efecto, de un entorno público en el cual autoridades y políticos de los diversos partidos vigentes en la hora actual se sientan obligados a demostrar algún conocimiento, cuando menos somero, sobre los asuntos sobre los cuales opinan y, muchas veces, legislan o toman decisiones ejecutivas. Por el contrario, son múltiples las ocasiones en las que algunas personas que tienen la responsabilidad de ejercer el poder dentro de la vida pública de nuestro país han manifestado gran ignorancia sobre asuntos en los que una persona, medianamente culta, se desenvolvería coherentemente y sin gruesos errores. El desconocimiento del que hablamos comienza por la misma historia del Perú y se hace todavía más evidente cuando se requiere hablar de asuntos de política internacional. Muchos recuerdan aún que cuando a Alberto Fujimori se le preguntó a qué personaje de la historia del Perú admiraba contestó señalando que a ninguno. Algunos han interpretado esa respuesta como un gesto de soberbia, pero quizá sea más acertado leer en ella una declaración de ignorancia. Pero no se trata de una ignorancia vergonzante sino de una que se reviste de cierto orgullo: el del “hombre práctico” que no tiene tiempo para detenerse en las “ideas”. Lamentablemente no se trata de un caso aislado, sino más bien de una actitud que ha devenido cuasi paradigmática entre lo que se suele llamar la “clase política”. Posiblemente, ante una misma pregunta, la enorme mayoría podría dar una respuesta, de pronto estereotipada, pero que a fin de cuentas, sin embargo, se hallaría más cerca de la verdad que algunas expresiones de personajes públicos que ejercen actividad política. Una democracia no se agota en la competencia legal por el poder, en la alternancia en el mando y ni siquiera en el equilibrio de las instituciones. Una democracia necesita hacer que la vida política sea significativa para los ciudadanos, es decir, que aquello que se discute y se decide esté marcado por el sello de la comprensión y la inteligencia. Solo el conocimiento de los hechos y un sistema definido de ideas y valores con los cuales se les han de apreciar otorgan significado a la vida pública. Sin ello lo que se tiene es un sistema de poder carente de solidez y fundamentos. Eso no es ciertamente, la democracia.