El tres de octubre, apenas hace un par de días, se cumplieron cuarentainueve años del golpe de militar que encabezó el general Juan Velasco Alvarado que derrocó al presidente Fernando Belaunde y dio inició a lo que se llamó en esos años el “Proceso Revolucionario de las Fuerzas Armadas”. El próximo año se cumplirá medio siglo de este proceso, que pasó a la historia con el nombre de velasquismo. Sin embargo, pese al tiempo transcurrido, la polémica sobre su significado político, social, económico y cultural, continúa. Para unos, para los sectores de derecha y neoliberales, el velasquismo ha sido el causante de casi todo o todos los males que hasta ahora nos aquejan como país; para otros, fue el inicio de una revolución que cambió definitivamente el rostro social de la nación. Esta controversia que se expresa hasta ahora, en medio de odios y pasiones, no es extraña ya que todo proceso histórico, incluso al margen de simpatías, siempre está sujeto a este tipo de desacuerdos. Sin ánimo de establecer comparaciones, Francois Furet, unos de los grandes historiadores de la Revolución Francesa, afirma que los franceses, recién después de un siglo, lograron establecer una suerte de consenso mínimo sobre su significado. Si aceptamos lo dicho hasta aquí debemos reconocer que el velasquismo fue un gran acontecimiento histórico que no solo cambió el país de esos años, sino que también dejó una huella y un camino por el cual los peruanos seguimos transitando. El velasquismo buscaba crear nuevas reglas y garantías de regulación de las disputas entre el capital y el trabajo, redefinir de manera sustantiva a la propia democracia representativa como era vivida hasta ese momento en el Perú, redefinir las relaciones entre el campo y la ciudad, entre la nación y el sistema internacional, emancipar al campesinado mediante el fin del gamonalismo y de los terratenientes y el acceso a la propiedad de la tierra. La radicalidad del velasquismo, en este contexto, se basó no solo en la aplicación de un conjunto de reformas que afectaban a determinados grupos tradicionales, sino también en que intentó fundar un nuevo orden social, lo que significó una nueva visión sobre nuestra historia. Su símbolo fue Túpac Amaru y la promesa de una segunda independencia. Por eso al velasquismo podemos definirlo como una “revolución política”, entendida esta como la separación radical entre el poder político y la propiedad y más específicamente la propiedad de la tierra. Este tipo de revolución conduce, siguiendo a Carlos Marx, a poner fin a la exclusión del individuo del conjunto del Estado. En una estructura donde poder y propiedad están ligados estrechamente y donde este emana de la propiedad, como lo fue en el período oligárquico, el poder del Estado es “incumbencia especial de un señor disociado del pueblo y de sus servidores”. La revolución política, en ese sentido, eleva “los asuntos del Estado a asuntos del pueblo”, es decir, constituye al Estado “como incumbencia general”, destruyendo privilegios que separan al pueblo de la comunidad. Dicho con otras palabras, el velasquismo sentó las bases no solo para el advenimiento de la democracia moderna y antioligárquica sino también para el nacimiento de un pueblo libre, capaz de autodeterminarse. Su propuesta fue construir un país de “plebeyos” sin “señores”. Por ello, una demanda permanente de los peruanos es su inclusión, y más concretamente la participación del “pueblo”, en los asuntos políticos, es decir, en el poder. Lo paradójico de este proceso es que esa democratización radical que se vivió, se hizo bajo un régimen autoritario que negaba, con su práctica, sus fines democráticos. Esto tampoco nos debe extrañar. Todo proceso que se plantea la igualdad entre los que integran una sociedad –que no es lo mismo que la igualdad de oportunidades– es siempre radical y conflictivo. Desata pasiones y odios. Por eso creo, más allá que mucho de lo que planteó ha sido superado por la historia, que ni la huella ni el camino que dejó y abrió el velasquismo han desaparecido. Mientras exista una cultura señorial-oligárquica y los peruanos no seamos iguales ni tengamos capacidad de autodeterminarnos, y nuestra nación continúe subordinada al juego de las grandes potencias, el velasquismo –o el pensamiento progresista o de izquierda– tendrá no solo sentido sino también una tarea histórica por delante.