Hace unos días el Banco Central de EEUU anunció que comenzaría a deshacerse, poco a poco, de los 4.5 billones de dólares de bonos que compró desde el 2008, lo que provocó la reducción de la tasa de interés con el objetivo de estimular el crecimiento económico. A esa compra de bonos se le llamó “relajamiento cuantitativo” (quantitative easing, en inglés): o sea, una inflada de músculos con esteroides. Oficialmente, entonces, estaríamos otra vez en una situación “normal”: ha vuelto el crecimiento económico en EEUU (y, con altibajos, en Europa) y el desempleo está ahora en niveles bastante bajos, mientras que el índice accionario de Wall Street bate récords casi todos los días. Pero, un momentito. Los pronósticos para los próximos años dicen que el crecimiento seguirá bajo. Se afirma que esta es la recuperación más lenta si se le compara con las últimas 11 recesiones de EEUU: el crecimiento del PBI apenas llega al 2.1% anual, mucho menor al 3.5% “normal” de las recuperaciones anteriores a los años 90. Para Robert J. Gordon (1), el problema central es el bajo crecimiento de la productividad en EEUU. Por ejemplo, desde 1947 a 1973, su crecimiento promedio fue un excelente 2.1%, cayendo en los años posteriores, pero recuperándose de 1995 al 2004 (sobre todo, por la entrada de las computadoras) pues creció otra vez al 2%. Pero desde el 2005 al 2016 la productividad se cayó y solo ha sido de 0.5% anual. Resultado: el PBI de EEUU, que en el 2016 fue de US$ 18.5 billones (trillones en inglés), hubiera sido de US$ 21.5 billones si se hubiera mantenido el crecimiento de la productividad del 2% anual. La diferencia no es bicoca. La tesis central de Gordon es que la causa del estancamiento no es, únicamente, un problema de la mala aplicación de alguna política macro-económica. Afirma que la “revolución” actual de la tecnología de la información (TI) no supera a los grandes inventos desde 1870 a 1970: la electricidad, la industria química y farmacéutica, el saneamiento urbano, los motores de combustión interna (autos, aviones y barcos) y la comunicación moderna. Dice que la TI abarca una esfera estrecha y tiene que ver con el entretenimiento, las comunicaciones y el procesamiento de la información. Pero para el resto de las cosas –alimentos, vestido, vivienda, transporte, salud y condiciones de trabajo, tanto dentro y fuera del hogar– el progreso se ha vuelto lento desde 1970, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo. Pero hay muchos que lo critican. En un reciente libro (2) Ryan Avent, de The Economist, dice que Gordon es un pesimista y que “hay dos factores que explican el retraso entre la emergencia de la informática generalizada y el inicio del cambio económico y social revolucionario” (p. 53). El primero es que un invento, por nuevo y asombroso que sea, no tiene la capacidad de transformar la sociedad hasta que esta averigua cómo darle un uso efectivo y que “eso genera esa demora entre la aparición de una innovación y la constatación de las mejoras, lo que influye en que sea lento el aumento de la productividad”. El segundo es que los humanos no evalúan bien el ritmo del progreso tecnológico exponencial (como la Ley de Moore). En otras palabras, las nuevas tecnologías se renuevan constantemente y cada generación de progreso es tan significante como la suma de las anteriores. Avent nos dice que los vehículos sin conductor podrían reemplazar a 5 millones de choferes en EEUU, incluidos cerca de medio millón de taxistas y casi 1.5 millones de choferes de camiones (p. 57). Por tanto, gran aumento de la productividad en el horizonte, con los robots por todas partes. La cuestión central, reconocida por los dos autores, es que todo esto transcurre con la más alta desigualdad del ingreso desde fines del siglo XIX (la belle époque), enormes migraciones hacia EEUU y Europa en los últimos 60 años (la primera ola, cuando las vacas gordas, fue más o menos “normal”; la segunda ola ha sido más bien una migración de refugiados), un fenomenal aumento de la corrupción a nivel mundial y un cambio climático en ascenso, que tiene fuertes impactos económicos en infraestructura y empleo. Otro factor clave es la entrada de lleno de China al sistema económico mundial (sobre todo desde el 2001 cuando ingresó a la Organización Mundial de Comercio) a tal punto que ya es la segunda economía mundial: su PBI en el 2016 fue de US$ 11.2 billones. En este caso, si bien China no se ha inflado con esteroides monetarios pues se apoya en su diversificación productiva (basada en la industria), el comportamiento de la productividad (más basado en la productividad del trabajo) también atraviesa problemas desde hace buen tiempo. A esto se suma que el crecimiento chino se ha visto afectado por el estancamiento de la economía mundial, ya que han disminuido sus exportaciones. Por ello, ahora plantean un crecimiento basado en su mercado interno y orientado a una mayor importancia del sector servicios, lo que trae nuevos desafíos y también riesgos. Último, pero muy importante: la globalización liderada por las multinacionales ha generado decenas de millones de perdedores en EEUU y Europa que, en la actual situación, hacen renacer a los populismos y al Estado Nación (que, en verdad, siempre estuvo allí) cuestionando la quimera de la gobernanza universal. En este contexto, la próxima reunión anual del FMI y el Banco Mundial de los próximos días mucho nos dirá acerca de la Fed y el relajamiento de los esteroides (ojo), el crecimiento del PBI, la enorme deuda de los bancos centrales, las tasas de interés, la inflación y las políticas comerciales y fiscales, así como la importancia de las instituciones. Los árboles taparán el bosque: poco se hablará del “optimismo” de Avent o del “pesimismo” de Gordon. Versión completa del artículo aparecido en la edición impresa. (1) El ascenso y caída del crecimiento americano, Princeton, University Press, 2016. (2) La riqueza de los humanos. El trabajo en el siglo XXI, Ariel, Planeta, 2017.