Con La hora final, Eduardo Mendoza de Echave ha logrado construir una excelente película que nadie debería perderse. La captura de Abimael Guzmán a estas alturas es ya un hecho ampliamente conocido. Muchos medios, particularmente la televisión, lo han difundido, ha sido tratada en varios libros y ensayos, circulan testimonios de varios de sus protagonistas. Para Mendoza, que es director productor ejecutivo y guionista, esto representaba un gran desafío. Su respuesta fueron tres largos años de investigación, de entrevistar a muchos personajes comprometidos en la historia, buscar locaciones que permitieran reconstruir fielmente la época, en medio de una ciudad que ha cambiado mucho en los últimos 25 años. El resultado es espléndido, y llega a detalles inverosímiles, como haber logrado filmar la captura de Abimael Guzmán en la misma vivienda donde esta se produjo. Para el guion era muy difícil hilar un argumento capaz de atrapar la atención del espectador, ciñéndose a hechos que por ser ampliamente conocidos están desprovistos del factor sorpresa. En estas condiciones se suele recurrir a modificar los hechos y los rasgos de los protagonistas, para despojarlos de su aburrida cotidianidad, “hacerlos dramáticos”, y añadirles sexo y violencia, que siempre venden. Pero Mendoza se propuso hacer una película rigurosamente ajustada a la verdad de los acontecimientos, tal como sucedieron, al mismo tiempo que construía dramas personales cautivadores, capaces de movilizar la identificación emocional de los espectadores. Pietro Sibille y Nidia Bermejo están excelentes en su caracterización de agentes del GEIN, y Toño Vega hace una espléndida caracterización del alter ego de Benedicto Jiménez, el verdadero artífice de la victoria, de quien Eduardo Mendoza guarda el recuerdo de un personaje (hoy en prisión, por corrupción) profundamente resentido con el país, que no le ha reconocido el decisivo aporte que hizo para acabar con la pesadilla senderista. El uso de estos recursos narrativos del drama policial ha jugado otro papel de la mayor importancia en la película: ha dotado a los personajes de una densidad humana que los aleja de ese maniqueísmo con que hoy suelen tratarse los hechos vinculados a Sendero Luminoso y la violencia. La reciente excarcelación de Maritza Garrido Lecca ha mostrado cuán sensibles continúan las heridas dejadas por la guerra 25 años después, y las redes sociales dan testimonio de las reacciones primarias que son capaces de movilizar. Por eso es tan importante restituir la humanidad multidimensional de los personajes, para movilizar nuestra capacidad de empatía, aquella sin la cual no hay conocimiento posible. La doctrina militar contrainsurgente con que se enfrentó el terrorismo incluía como una dimensión fundamental la guerra psicosocial, buscando imponer imágenes poderosas, polarizadoras, capaces de inclinar la balanza a favor de una de las fuerzas contendientes. Una de estas imágenes, que ha sido muy efectiva y ha dejado una huella muy profunda, más allá del final del conflicto armado, es la de “terrorista”, una categoría ampliamente utilizada durante la represión en el Cono Sur del continente en los años 70 y que luego fue importada al Perú. Su poder radica en que suele construir simbólicamente campos enemigos mortalmente enfrentados: población vs. terroristas. Una polarización tan neta que permite construir personajes unidimensionales. El enemigo terrorista termina siendo así un personaje inhumano, sin razón, ni afectos, ni sentimientos, ni historia; un desquiciado cuya única motivación en la vida es destruir todo lo bueno, comenzando por la vida de los demás. Así que se asimila una imagen cerrada esta naturaleza no se necesita comprender nada, ni investigar, ni tratar de entender. De ahí provienen esos discursos que en estos días afirman en las redes sociales que la solución del terrorismo es exterminar a todos los terroristas. La convicción de que ser un terrorista es una condición ontológica, inmodificable, que no necesita ninguna explicación. Lo irónico es que es precisamente en ese tipo de ambiente mental que Sendero Luminoso pudo prosperar. Como dice uno de los protagonistas de La hora final: “Padre terrorista, madre terrorista, hija terrorista, pueblo terrorista”. La película de Eduardo Mendoza se mueve en otro registro, mucho más fiel a la realidad. En su historia las fronteras entre ambos bandos no son impermeables, sino porosas. Las motivaciones de los personajes son complejas, incluyen dramas humanos, historias vividas y sus consecuencias, y las opciones que cada uno asume tienen tras de sí una historia que no las hace justificables sino entendibles. No un mundo en blanco y negro sino con infinitos matices de grises, sin dejar por eso de condenar en poderosas imágenes la insania y la barbarie senderista. La hora final es una película de visión obligada por cuanto puede aportarnos en la compleja tarea de la reconciliación nacional.