Han tomado treinta y cinco años desde producidos los hechos de Los Cabitos, doce años de trámites, para concluir este caso simbólico. Un caso que muestra con claridad por qué no se puede calificar de hechos aislados a las violaciones a derechos humanos producidas en el conflicto interno. El conocimiento entre la población de Huamanga de las atrocidades que se cometían en el cuartel y las abundantes denuncias ninguneadas son ejemplo del grado de impunidad que vivimos. Al leer los reportes de la audiencia pensaba en los familiares allí reunidos y en lo poco que el Perú los conoce. A pesar de que sus historias nos recuerdan cómo la democracia de los ochenta fue incapaz de protegerlos de abusos propios de dictaduras centroamericanas o del cono sur, el público no los conoce. Y ello se explica en buena cuenta porque si la atención de la mayoría de medios al proceso ha sido limitada, la brindada a las víctimas y familiares ha sido incluso menor. Ellos no han tenido espacio en su agenda informativa como actores, a lo más son parte de la noticia. La valiente y generosa Angélica Mendoza, madre de una de las víctimas, es una excepción (parcial) a este estilo de no darles voz a los familiares y hay medios que sí han recogido testimonios, pero ello no rompe esta tendencia general. Este ha sido el patrón al informar sobre el conflicto interno. Cuando se discute el tema (si se discute) se invita a quienes debaten sobre cómo interpretar los hechos, no a los afectados o sus representantes. El contraste es evidente si nos comparamos con Chile o Argentina donde las víctimas y familiares tienen mucha mayor presencia pública. Por razones que van desde su procedencia social, el poder de quienes prefieren silenciar el tema, una agenda informativa “nacional” hecha desde Lima y para Lima, nuestras víctimas y sus familiares no han sido interlocutores. ¿Por qué importa? Para comenzar, porque se trata de temas graves que deberían tener espacio en el debate público. Por lo que simbolizan, medios responsables y democráticos deberían hacer un esfuerzo para darles relevancia. Pero además por un tema más de fondo que apunta a la raíz de estas injusticias: la empatía difícilmente se construye si no hay espacio para conocer historias particulares. Una cosa es escuchar una cifra y teorías sobre la violencia, otra ponerles rostro a esos números, conocer una historia, asomarse en base a ejemplos concretos a las causas profundas detrás de estas tragedias. Eso no se logra solo con menciones rápidas en el noticiero o reportajes. Sin una conversación larga, detallada, esas víctimas nos resultarán ajenas, fácilmente caricaturizables por el político o el comunicador que insisten en negar o minimizar sus tragedias. Por ejemplo, ¿a cuántos inocentes acusados por terrorismo y luego indultados ha visto usted en medios? ¿Sería tan fácil para algunos decir que desde el año 1997 se liberó a centenares de terroristas si conociéramos más las historias de presos por homonimia, torturados, acusados sin pruebas o víctimas de conflictos comunitarios? Y no se trata solo del pasado, esta conducta sigue reproduciéndose. Si bien creo que hay más conciencia de cómo las desigualdades nos afectan como sociedad, hay patrones difíciles de desenraizar. Hemos pasado varios días debatiendo sobre el libro de María Cecilia Villegas sobre las esterilizaciones forzadas. ¿Cuántas víctimas o sus representantes recuerda usted haber visto hablando de sus casos? Si la discusión es sobre la forma en que se implementó la política (no lo que decía en el papel), ¿esas voces no eran acaso importantes? Para colmo las condiciones para promover este tipo de reflexión parecen peores que en el pasado, pues en la televisión casi no quedan espacios de entrevista y conversación. El rating a toda hora, y no la calidad de las agendas o debates, simboliza la “fortaleza” de nuestra libertad de expresión. ¿Medios que se precian de ser democráticos no nos deben una mejor aproximación a estas brechas sociales, especialmente considerando sus silencios durante el conflicto y su complicidad en los noventa?