Apenas se puede avanzar por este pasillo atestado de personas que miran, tocan y huelen con avidez los productos que se exhiben en los puestecillos, tendidos en el piso, colgados de las paredes. Con cada paso que doy me encuentro con un festín de colores, formas y texturas nuevas, que me seducen, asombran, conmueven. En una esquina descubro los candelabros, jarrones y vasijas de dibujos apretados y superficies vidriadas del maestro cusqueño Tater Vera. Al lado está el maestro ayacuchano Alfredo López, quien me explica que las figuras que atiborran sus alegres retablos están hechas con masa de papa: “La masa de papa es mejor que el yeso. Aguanta más y no se deshace con el agua”. Su paisana Rosalía Tineo —heredera de una larga estirpe de alfareros—, muestra con cariño sus figuras de hombres y mujeres, representados en las situaciones más amables y conmovedoras. Al fondo están los bolsos, florones, paneras y canastas que la familia Tasayco, venida desde Grocio Prado (Ica), trenza con fibras de totora. Tengo que obedecer a mi hija cuando me arrastra a ver los cerdos voladores, los dragones, los conejos azules, los caballos rojos del maestro juguetero Franklin Álvarez, del Cusco. Subo al segundo piso y me asombro con las cerámicas de Artemio Poma, de Ayacucho: iglesias, toritos, gallinas, teteras y nacimientos de formas redondeadas y tonos pardos. Ruraq Maki (Hecho a Mano) se llama la asombrosa feria que el Ministerio de Cultura organiza un par de veces al año, en julio y diciembre. En dos salas del Museo de la Nación se suceden las vasijas, las máscaras, los juguetes, los bolsos, los utensilios o los tejidos de los mejores artesanos de todo el país. Contemplar los puestos de estos hombres y mujeres que desbordan talento, sensibilidad, historia y belleza, y que preservan algunas de nuestras tradiciones más soberbias, es entrar a un universo donde la mirada occidental queda suspendida, para abrir las puertas a nuevas posibilidades del alma humana. Mientras admiro los alucinados cuadros y telares de la selva, los utensilios hechos con una sola pieza de madera del tumbesino Edilberto Guerrero, las festivas máscaras del cusqueño Víctor Salcedo y las diabólicas máscaras de José Chura (Puno); mientras me detengo ante los divertidos tallados en madera del jaujino Flaviano Gonzales; los marcos, varayocs y crucifijos con filigrana de plata de los Cárdenas (plateros cusqueños), o las minuciosas imágenes de Pedro y Javier Gonzales (Junín), las preguntas se atropellan. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que descubramos plenamente a estos deslumbrantes artistas y le demos el lugar de privilegio y admiración que les corresponde? ¿Qué falta para que los protagonistas de Ruraq Maki se eleven a la misma categoría que los cocineros peruanos? ¿En qué momento abriremos los ojos, dejaremos de menospreciar esta estética maravillosa, y daremos inicio a una nueva revolución como la gastronómica, respaldada por nuestra identidad diversa y mestiza? ¿Tendremos que esperar a que llegue alguien de afuera y nos «descubra»? Ojalá que no.