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Opinión

Politización, por Rolando Luque Mogrovejo

Un juez entiende el tablero de la política, pero no debe mover sus piezas pensando en que sus resoluciones le sumarán o le restarán poder a alguien. 

larepublica.pe
Columnista invitado

El poder político no se sacia fácilmente. Está en su naturaleza crecer, ensancharse, sobre todo si las debilidades del sistema o la indiferencia ciudadana se lo permiten. Las instituciones de la democracia deberían, por eso, ser diseñadas pensando en el peor de los gobernantes. Es lo prudente. El único poder sano y constructivo es el poder controlado.

¿Hacia dónde se expande? Uno de sus objetivos más apetecibles son las instituciones que tienen como función ponerle límites a su poder. Es casi una necesidad visceral tratar de infiltrarlas, u hostilizar a quienes los vigilan y los tienen en la mira. Por eso, el sistema de justicia ha sido históricamente blanco de asedio político. Tiene sentido. Cuando las fuerzas políticas se coluden para abusar de su poder infringiendo la Constitución y las leyes, son los jueces los llamados a frenar las arbitrariedades y restituir los equilibrios.

El razonamiento que guía sus resoluciones es fundamentalmente jurídico y principistamente político en el sentido de cautelar la legalidad y el orden democráticos para beneficio de la sociedad. No importa si los actores comprometidos son alcaldes o ministros, o si sus resoluciones acarrearán consecuencias políticas. Un juez entiende el tablero de la política, pero no debe mover sus piezas pensando en que sus resoluciones le sumarán o le restarán poder a alguien. Esto explica por qué los jugadores más avezados lo prefieran dócil, a sus pies.

No obstante, “politizar” no puede ser convertido en un verbo maldito, en una especie de acusación que nos deshonra y saca del juego. Quizás el objetivo oculto de la expresión “¡estás politizado!” sea el de ahuyentar de la política a los ciudadanos; así no cuestionan, no protestan, y discurrirán marginalmente por la vida del país sin comprender los problemas ni encarar a quienes tienen la obligación de resolverlos. Sin embargo, el proyecto democrático no podría entenderse sin la “politización” de la sociedad. Es indispensable estimular el quehacer político dialogando, negociando, compitiendo dentro de los límites de la ley, pactando en beneficios de todos. La política es participación informada sobre los asuntos de interés público. Las democracias empiezan a morir cuando los ciudadanos ven pasar la corrupción, la ineficiencia o los abusos sin que se les mueva un pelo.

Pero el referido verbo tiene su lado oscuro. Algo también se “politiza” (negativamente) cuando se busca subordinar lo público al interés privado, o de los partidos (o sea de las dirigencias, de sus familias, y sus turbias trastiendas), entonces desaparece la idea de bienestar general, de deliberación plural, y la democracia se transforma en una maquinaria dominada por élites al servicio de sí mismas. O cuando el sistema no es capaz de autocorregirse por acción de los controles mutuos. Si bien no es posible despolitizar las relaciones sociales o institucionales, sí se puede evitar que la lógica de la acumulación de poder lo domine todo.

En este sentido, politizar las instituciones de control del poder alimenta un proyecto autoritario. Un ejemplo de esto es el haber incluido a la Defensoría del Pueblo en la comisión especial que elige a los miembros de la Junta Nacional de Justicia. Creo que fue un error. En su momento se interpretó como un reconocimiento y hasta una especial distinción. Bien visto, sin embargo, lo que se ha creado es un incentivo adicional para politizar (en el peor de sus sentidos) esta institución. La defensa de derechos o la autonomía institucional se vuelven consideraciones nimias al lado del plan de expandir el poder hacia la Defensoría, de ahí a la comisión especial, enseguida a la JNJ y, finalmente, al sistema de justicia. Más allá de si efectivamente logren con estas maniobras cerrar el círculo del poder, la distorsión ya está instalada en el proceso.

Pero hay una distorsión más: la Defensoría del Pueblo no fue creada para ser parte de comisiones que toman decisiones vinculantes. Es más, cuando hubo que integrar algunas comisiones que por su finalidad requerían del concurso de la Defensoría, siempre se hizo para opinar, para colaborar, sin que su función se confundiera con las de las entidades bajo su supervisión. La defensa de derechos demanda que el ombudsperson tenga plena libertad de acción para llegar a todos los rincones del Estado sin las ataduras que las decisiones, por más colegiadas que fueren, traen consigo.

Por ejemplo, la llamada Comisión Ad Hoc para indultos del año 1996, integrada por el defensor del Pueblo de entonces, el ministro de Justicia y el padre Hubert Lanssiers, tenía por encargo “evaluar, calificar y proponer al presidente de la República, en forma excepcional, la concesión del indulto”; o la Comisión Nacional Anticorrupción del 2013, para “articular esfuerzos, coordinar acciones y proponer políticas”, y en la que la Defensoría tiene voz, pero no voto. En ambos casos, las comisiones fueron creadas por ley, pero la Defensoría preservó la independencia de su voz y el carácter recomendatorio de sus pronunciamientos. El que supervisa debe tomar una relativa distancia del supervisado para que la crítica o la colaboración surta efecto.

En el caso de la comisión especial que elige a los miembros de la JNJ, la Defensoría ostenta facultades de dirección, resuelve tachas y reconsideraciones, vota para seleccionar a los miembros, y firma las resoluciones de nombramiento de los titulares y los suplentes. Todas ellas competencias ajenas a su naturaleza constitucional. ¿No hubiera sido mejor ver a la Defensoría del Pueblo supervisando que dicho proceso de selección estuviera rodeado de garantías de transparencia, publicidad y participación ciudadana?

Sin duda, esa era la tarea esperada, vigilar que se cumplan los más altos estándares en un proceso cuyo resultado tendrá consecuencias en los derechos fundamentales de todos. Y, desde luego, conservar las manos libres para la defensa sin distorsiones ni condescendencias de cada ciudadano y del interés general.