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Opinión

Mano dura, promesa y demanda, Juan de la Puente

Es dramáticamente cierto que el pacto liberal no ha podido frenar el auge del delito organizado y que en algunos países las élites políticas son el crimen mismo o sus lazos con este son muy estrechos.

larepublica.pe
Juan de la Puente

La mano dura ha ganado la batalla de las ideas frente al actual auge del delito en A. Latina. Un arsenal de respuestas drásticas donde los medios se subordinan a los fines se prepara para entrar en escena. En algunos países -como Ecuador y Perú- estas ya se ensayan, sin éxito. Los logros del modelo Bukele impiden una mayor deliberación y más bien se prometen como un traslado automático.

La mano dura contra el delito no es nueva en la región. Antes de que el auge se generalice fue experimentada a inicios de siglo en El Salvador, Honduras y Guatemala. Fue estelar en México (Calderón) y Argentina (Macri), sin resultados positivos. Lo nuevo es que la extensión del crimen organizado impulsa un ciclo distinto en el que las recetas se empaquetan y se hacen de ellas un urgente asunto de Estado.

Es dramáticamente cierto que el pacto liberal no ha podido frenar el auge del delito organizado y que en algunos países las élites políticas son el crimen mismo o sus lazos con este son muy estrechos. No es menos cierto que la idea que la seguridad se consigue sin democracia es mucho más antigua, de modo que -con los mismos códigos para una situación distinta- vuelve a ser hegemónico el imperativo de orden a toda costa.

En la siguiente década la región será el laboratorio de la mano dura, gobernantes duros -como realidad o ficción- y gobiernos igualmente duros. Las recetas centrales que ganan adhesión son militares a la acción, nuevas super prisiones, detenciones masivas, juicios colectivos, estados de excepción sin garantías, carta libre para el uso abierto de la fuerza pública, compras de armas y pertrechos sin concursos transparentes, hostilidad contra los migrantes, tribunales castrenses para los delitos cometidos por uniformados y reforma del procedimiento judicial con retorno del sistema penal inquisitivo.

Por el discurso dominante en los foros públicos y en las instituciones -actuales gobiernos, parlamentos y en las campañas electorales- es muy probable que este menú se aplicado quizás en etapas, pero sin cambios, es decir, que en cada país no se considere las especificidades del crimen organizado, en contextos donde las particularidades son determinantes, como los casos de países donde las pandillas dominan el crimen; aquellos donde las estructuras criminales conviven con pequeñas bandas casi familiares; los que, como el Perú, Colombia y Brasil, soportan una “sobrecarga delictiva” que consiste en la acumulación de modalidades criminales: narcotráfico, tala y minería ilegal, extorsión, tráfico de personas; o los que, como Ecuador y Perú, experimentan una larga crisis de la institución policial.

Los datos a la mano indican que el proceso va viento en popa. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y la Universidad de Santiago de Chile acaban de publicar una investigación que evidencia que, en países de A. Latina con bajas tasas de delitos hasta hace poco, progresa la demanda de mano dura contra el crimen.

El trabajo se centra en 4 países (Chile, Costa Rica, Ecuador y Uruguay) y detecta variables poco usadas en los estudios sobre la criminalidad como el miedo, el vacío de políticas y liderazgo, la ira y el cansancio. Las nuevas percepciones que la crisis de seguridad en la región legitiman -igual de decisivas que la victimización- indican el profundo foso que se abre entre lo que los estados hacen o están dispuestos a hacer y lo que demanda la sociedad.

El estudio (“Evaluación del interés por Mano Dura en Chile, Costa Rica, Ecuador y Uruguay”) recoge de primera mano en diálogos tipo focus group, el deseo de una “hegemonía de las políticas punitivistas y del uso ampliado de la fuerza del Estado”, sustituyendo el sentido común antipunitivo, la posición oficial en décadas de políticas de prevención y rehabilitación.

Hay pocos matices. Estos se inscriben en un escenario en el todos urgen por resultados. En Chile hay condiciones para aplicar esas políticas en el corto plazo. En Costa Rica, los DDHH son vistos como una barrera para combatir la delincuencia. En Ecuador se va más allá: se discute la idea de que la informalidad (operaciones ilegales desde el Estado) permitirían más eficacia para “limpiar” el país, y en Uruguay se prefere por ahora una mano dura institucional, es decir, políticas de seguridad que provengan del Estado con respeto a la ley.

Imposible ahora “para la pelota” para acordar una política que integre a policías, jueces fiscales, leyes, financiamiento, prevención e inteligencia operativa. En casi toda la región asistimos a una radicalización de la sociedad, que en el lenguaje del estudio toma la forma de una “mano dura preformativa”, un discurso que reclama emergencia, valentía y urgencia y que, sin embargo, no aterriza por ahora en políticas coherentes y acciones en detalle. En el frensesí de medidas se expiden algunas nada útiles (como prohibir que las moticicletas transporten a dos personas).

Este discurso gesta sentidos comunes iniciales, la primera página del menú, discutibles soluciones urgentes que los gobiernos y parlamentos aprueban como la construcción de más cárceles, expulsión de migrantes, “sacar” a las FFAA al patrullaje o reponer el servicio militar obligatorio.

Sin resistencia a la mano dura, habría que esperar su curso ascendente. En algunos el ciclo ha empezado con sus primeros fracasos. La radicalización de la sociedad en A. Latina es concurrente con la radicalización de las elites. La mano dura es, al mismo tiempo, demanda y oferta. No obstante, para las sociedades, la inseguridad implica el deterioro de la democracia, en tanto que, para las élites, el auge del crimen es un pretexto para el abandono de la democracia, razón por la cual sus políticas tienen medidas gravosas, aunque carecen de un proyecto de seguridad con Estado de Derecho.

Esta distinción es crucial. La erosión de la democracia -es decir su falta de resultados- impulsa la cultura autoritaria de los ciudadanos. En el Perú, la encuesta de IEP de julio de 2024, ante la afirmación churchilliana sobre que la democracia es mejor que cualquier otra forma de gobierno, el 53% se declaró en contra, en tanto el 87% se mostró insatisfecho o muy insatisfecho con la democracia y el 57% justificó que los militares tomen el poder por un golpe de Estado frente a la corrupción.

La radicalización de las elites va en sentido contrario. Desertan de la democracia para asumir la mano dura sin creatividad, repitiendo o agravando sus medidas que no obtuvieron resultados. Es fácil entender que la actual promesa de mano dura en la región es el camino de un largo fracaso en el que se consumirá lamentablemente por lo menos una década.