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Opinión

El punto de quiebre, por César Azabache

Los paros actuales, aunque se les quiera descalificar o minimizar, constituyen el test más ácido a la sostenibilidad de esta forma de pretender hacer política deshaciéndola como el Congreso actual ha instalado

larepublica.pe
César Azabache

El paro de transportistas no estaba en el cálculo de las agrupaciones políticas que controlan el Congreso.

Hasta antes de este periodo, que por lo que toca a Lima comenzó en agosto, con el asesinato de Alexander Merino Effio en la avenida Javier Prado, los transportistas informales formaban parte de la clientela electoral de la mayoría en el Congreso. Votaron por Castañeda Lossio mientras Solidaridad, ahora Renovación, protegía sus rutas y contribuía a dejar en el limbo la considerable carga de multas impagas que arrastran sus empresas. Solidaridad no fue, por cierto, su única apuesta política, pero gobernó una municipalidad en la que se hicieron explícitos los términos de ese acuerdo.

El accidentado encuentro del señor Montoya, congresista, con el señor Bernachea, dirigente de las organizaciones en paro, puso en evidencia hace solo unos días que ese pacto fundacional ya ha tocado fondo. Montoya, reclamando autoridad para sí mismo, quiso recodar a Bernachea que era “él” quien está “trabajando” ahora sobre las multas. Bernachea salió del lugar calificando la escena como parte de un acto de traición y los gremios de transportistas buscan ahora un paro nacional.

La violencia está en el origen de lo que representa este punto de quiebre en la relación entre las agrupaciones que controlan el Congreso y buena parte de sus clientelas políticas. Los transportistas tienen al lado a bodegueros, dueños de colegios, bares y discotecas, de restaurantes, además de las trabajadoras sexuales, los trabajadores de la construcción y un largo etcétera que ahora incluye a los gremios empresariales, con Confiep al frente. Y si logran mirar fuera de la ciudad notarán que sufren el mismo problema que les está costando la vida desde hace meses a los defensores de la Amazonía, para citar el caso más visible de exposición a la muerte ante el que hasta ahora no hemos reaccionado colectivamente.

La explosión de las extorsiones y el sicariato requiere bastante más que un Estado encapsulado en la gestión de negocios privados y más que un discurso que mitifique los años 90. De hecho, no necesitamos un Estado que amenace a fiscales, que intente calificar la protesta como un caso de terrorismo urbano, que aproveche la escena para clientelizar a la policía o decore el diario oficial declarando estados de emergencia. Necesitamos un Estado que nos proteja y deje de llamar “tirapiedras” a los manifestantes, como hace poco hizo la señora Boluarte.

Ese Estado, evidentemente, no es el que tenemos.

La derogación de la ley sobre organizaciones criminales se ha convertido en el referente textual del quiebre del escenario. La mayoría en el Congreso está ensayando malabares imposibles para conservarla. Aprobaron el texto creyendo que solo protegería a sus organizaciones políticas, cuatro al menos, expuestas en casos penales que las fiscalías mantienen abiertos. Pero esta ley hace bastante más que eso.

En realidad, las leyes sobre organizaciones criminales tienen tres objetivos que esta ley no cumple. Establecen una prioridad en la inversión pública en justicia; fijan un objetivo obligatorio a la asignación de recursos que deben hacer las fiscalías y crean procedimientos especiales para resolver los problemas que genera investigar agrupaciones que son capaces de desplegar en su defensa violencia, dinero e influencias en cantidades inusuales. Lejos de estos objetivos, la ley cuya derogatoria se exige, en sus definiciones, recorta el alcance de la justicia contra organizaciones criminales, intentado que las fiscalías se dirijan solo a agrupaciones que hayan adquirido una forma semejante a la que tienen las empresas privadas (se organicen por “cadenas de valor”). Además, pretende que se limite a quienes quieran “controlar” una economía o un mercado ilegal. Está claro que ni el sicariato ni la extorsión ni la corrupción se organizan por “cadenas de valor”. Pero además que no todas las organizaciones criminales que está asesinado personas intentan “controlar” territorios enteros (“economías o mercados”) que, por cierto, no es posible delimitar con precisión.

Si una agrupación de extorsionadores y sicarios se traza como meta controlar a las trabajadoras sexuales de una manzana, no de una avenida entera, ¿está intentando “controlar” un mercado? Quien pone una granada a un colegio ¿pretende “controlar” una economía ilegal?

La ley que se exige derogar expresa la forma en que el Congreso ha reducido la representación a nada, porque la mayoría no está protegiendo ya ni siquiera a sus propias clientelas políticas. Exigir la derogación de la ley, una cuestión que no deja de tener todavía cuestiones legales por resolver, es la forma en la que un sector entero de la población está demandando incidencia efectiva, directa, sobre el proceso legislativo. Al hacerlo, las movilizaciones ponen en riesgo la forma misma de la oferta política que ha lanzando este Congreso a su público objetivo: “Nosotros no nos detenemos ante nada ni ante principios ni ante teorías legales… Nosotros no renunciamos ni retrocedemos”, parecería ser su consigna.

Los paros actuales, aunque se les quiera descalificar o minimizar, constituyen el test más ácido a la sostenibilidad de esta forma de pretender hacer política deshaciéndola como el Congreso actual ha instalado. Porque la mayoría se preparó para enfrentarse de todas las formas posibles al sur andino y a todos los institucionalismos imaginables. Pero no se preparó para enfrentarse a quienes hasta hace muy poco constituyeron parte de su propia clientela política.

Ahora tendrán que decidir si intentarán recuperar un mínimo de conexión con la población o si se entregarán en contra de ella a proteger a quienes aún les financian.

Porque claro, la política, en la peor de sus versiones, adquiere la forma del dinero que la sostiene.

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