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Opinión

Inflexiones, por César Azabache

El capricho de la mayoría en el Congreso no produce derecho. Tampoco un poder que sea sostenible. A fin de cuentas, una ley no es ley porque se apruebe a gritos desde un escaño de madera.

larepublica.pe
César Azabache

Hace solo unos días, el 30 de setiembre, la Sala Penal Nacional condenó a Alberto Rivero Valdeavellano, antiguo jefe militar de Huanta y La Mar, por la desaparición forzada de un periodista, Jaime Ayala Sulca. Le sobrevive quien fue su esposa, Rosa Luz Pallqui, que tenía aproximadamente 20 años en agosto de 1984, cuando Ayala fue conducido por efectivos de la Marina al Estadio Municipal de Huanta para no volver a ser visto jamás.

El cadáver de Jaime Ayala aún no ha sido encontrado. Al cerrar estas líneas, la señora Pallqui, presente en la escena pública durante todos los años que ha durado esta pelea, no había hecho ninguna declaración pública sobre la sentencia. Fernando Rospigliosi, en cambio, publicó un post omitiendo mencionarla y omitiendo mencionar a Jaime Ayala. Luego de hacerlos invisibles, Rospigliosi repitió la monserga: La sentencia es la expresión de una justicia “caviarizada” que persigue “a los héroes que vencieron al terrorismo”.

La muerte de un periodista parece no importarle. Pero eso no debería sorprendernos.

En la sentencia del caso Ayala, la Sala Penal Nacional ha registrado una declaración absolutamente esperable: la persecución de crímenes como el perpetrado contra Jaime Ayala y su familia (condenada a vivir bajo el dolor de su desaparición por 40 años) no puede extinguirse por prescripción. No, porque por encima de la primera ley Rospigliosi (sobre prescripción de los crímenes de lesa humanidad) existe una sentencia de la Corte IDH, dictada contra el Perú en marzo del 2001, que prohíbe usar la prescripción en estos casos. Esa sentencia, por cierto, seguirá surtiendo efectos, aunque la mayoría en el Congreso logre que salgamos del sistema interamericano, porque ya ha sido dictada y no se evaporaría con el retiro soñado.

Además, el Perú es signatario de una malla de tratados de la ONU, entre los que se registra uno sobre desapariciones forzadas, que también impide usar la prescripción en estos casos.

No se sorprendan si los antiglobalistas comienzan a promover nuestro retiro también del sistema de la ONU.

Entonces, la decisión de la Corte en el caso Ayala era esperable. Acudiendo a nuestros propios antecedentes, ningún tribunal independiente usó las reglas sobre prescripción entre junio del 2003 y marzo del 2011, tiempo en el que rigieron, en el papel, los dos primeros esfuerzos legislativos que intentaron establecer la prescripción como forma de terminar con estos casos: la resolución legislativa 27998 de junio del 2003 y el decreto legislativo 1097 de agosto del 2010.

Contra lo que piensa la mayoría del Congreso actual, que parece creer que los tribunales le deben obediencia al Legislativo, la justicia también sirve para poner equilibrio ahí donde una legislación desenfadada, torpe y ahora incluso inútil intenta desestabilizar las cosas.

Hace muy poco, por cierto, con ocasión del caso Cerrón, la Sala Penal Nacional evitó contaminarse con las barbaridades que ha hecho el Congreso con la ley sobre organizaciones criminales, declarando que la convención de Palermo de la ONU predomina sobre ellas. Casi al mismo tiempo, la Fiscalía contra la Criminalidad Organizada, desafiando al Congreso (que quiere que las fiscalías se mantengan al margen de la investigación de delitos), ha designado cuatro fiscales para que inicien coordinaciones con el cuerpo de policías recientemente designado en Lima para enfrentar extorsiones.

Pero no se trata solo del Judicial y de la Fiscalía. En enero de este año, discutiendo un caso sobre prescripción, el TC eludió usar la llamada ley Soto I para, poniendo bajo tensión extrema sus competencias, crear una norma procesal de sello propio sobre la suspensión de la prescripción penal. Antes, en noviembre del 2023, la Corte Suprema, usando sus competencias también de una manera especialmente intensa, declaró inconstitucional la llamada ley Soto I sobre prescripción para todos los casos, los presentes y los futuros. Lo hizo, por cierto, sin la intervención del TC y sin que el TC haya hecho hasta ahora oposición alguna al procedimiento seguido por ella.

Los tribunales, incluido el TC, y la propia Fiscalía están empezando a aprobar sus propias normas porque las leyes que aprueba el Congreso simplemente no sirven. Esto que comienza a ocurrir es el resultado del vacío que origina una mayoría que ha decidido ignorar los mínimos que supone la actividad parlamentaria: vinculación con la ciudadanía, separación equilibrada de poderes, gobierno para el bien común y autocontrol sobre la consistencia de las leyes.

El Congreso está dejando de producir leyes que puedan ser reconocidas como tales en sentido fuerte. Eso produce un vacío que solo podrá ser llenado por los tribunales de justicia.

Por eso necesitamos que se mantengan independientes.

La mayoría en el Congreso está destruyendo el sentido de la legalidad de una forma tan acelerada que nos está empujando hacia salidas muy complejas; salidas que ponen en duda la propia sostenibilidad del sistema de legislación parlamentaria y exigen formas novedosas de actuación interna y de observación internacional. Empeñada como está en expandir su margen de influencia, en asfixiar entidades autónomas como el JNE, la JNJ, la Fiscalía de la Nación y el propio Judicial; en quebrar toda forma de cooperación entre la Fiscalía y la Policía; en bloquear los espacios de investigación de la criminalidad en el poder y en promover un largo etcétera que incluye el respaldo a las economías ilegales, la mayoría del Congreso está generando un estado de cosas inconstitucional que solo podrá contenerse en algo si sostenemos la independencia de los tribunales y la autonomía de las fiscalías.

El capricho de la mayoría en el Congreso no produce derecho. Tampoco un poder que sea sostenible. A fin de cuentas, una ley no es ley porque se apruebe a gritos desde un escaño de madera.