De todas las posibles denominaciones existentes, la revista norteamericana Time decidió nombrar al 2024 como un “año electoral”. No le falta razón: según lo señalan sus editores, 2024 es un año en el que casi la mitad del planeta asistirá a las urnas para elegir a un mandatario o mandataria, si es que no lo ha hecho ya en los meses transcurridos. México, por ejemplo, lo hizo no hace mucho y salió elegida Claudia Sheinbaum —la primera mujer en asumir la presidencia—, quien se prepara para recibir el mando de Andrés Manuel López Obrador. Y en noviembre, los norteamericanos decidirán entre Donald Trump y Kamala Harris.
La impresionante movilización de votantes a nivel global debería ser una señal de tranquilidad sobre cómo la democracia se mantiene (en sus distintas variantes y con altibajos) como una de las formas de gobierno predominantes. Esto, en un escenario en el que precisamente grupos antidemocráticos han sido elegidos en las urnas y que, en un contexto de pos Guerra Fría y resurgimiento de la derecha extrema, se aprestan a desmantelar las instituciones desde dentro. No obstante, en esta ocasión quisiera centrarme en un actor que va a tomar un lugar muy importante en las elecciones y en la forma que adquirirá la democracia en las próximas décadas: la tecnología.
La tecnología no es algo desconocido. Todo lo contrario: regula o controla gran parte de nuestras actividades, desde las laborales hasta las cotidianas. Esta presencia —impulsada por corporaciones y líderes informáticos de Silicon Valley y China— se ha extendido a las urnas y a los líderes que salen elegidos luego de depositar nuestros votos. Si bien continuamos votando como se hacía desde hace doscientos años o más, con días dedicados exclusivamente al voto, escribiendo manualmente el nombre del favorito en la papeleta y contabilizándolo manualmente para anunciar al ganador o ganadora, la tecnología ha cambiado esto de manera radical.
Por ejemplo, en las campañas electorales. Además de los mítines y el contacto directo entre candidatos/as y potenciales votantes, es imposible no recurrir a las redes sociales para transmitir mensajes proselitistas y llegar a un público de manera más sencilla, sorteando dificultades logísticas antes impuestas por la geografía. Además, los mensajes directos a WhatsApp han reemplazado las llamadas telefónicas, lo cual hace que la propaganda pueda llegar a grupos específicos (targets) y optimiza así el alcance de la campaña.
Al sortear la propaganda los filtros previos como los canales de televisión y la prensa escrita, esta ha procedido a incluir fake news o mensajes que rayan en lo antiético. Si bien un estudio relacionado con Facebook e Instagram en 2020 señalaba que estas plataformas no contribuían necesariamente a la polarización política, lo cierto es que en los últimos años se perciben las llamadas “cámaras de eco” que refuerzan mensajes de una sola tendencia, con la posibilidad de energizar o radicalizar a las bases de votantes. Cambios en los algoritmos y filtros de seguridad contribuyen a polarizar el escenario, además del uso indiscriminado e irresponsable de plataformas como Twitter por parte de presidentes.
Los políticos han aprendido a utilizar la inteligencia artificial (IA) para romper barreras técnicas y éticas en sus campañas. En India y Pakistán, los candidatos han empleado abiertamente deep fakes para traer de vuelta a políticos muertos y así revivir viejos vínculos políticos con sus electores. Asimismo, la IA generativa permite personalizar dichos mensajes en diversas lenguas y traduce mítines en tiempo real. Hacer una lista de beneficios y perjuicios sobre el uso de la IA en campañas electorales puede llevar a igualar el uso de falsificaciones con el acceso a lenguas locales y específicas, y es posible que la IA termine haciendo lo que mejor sabe hacer: naturalizar una serie de procedimientos irregulares bajo la fachada de innovación y supuestas ventajas.
Los dueños de compañías tecnológicas no han permanecido del todo neutrales en las campañas electorales, y los políticos se han acercado a ellos para asegurar su lealtad, como Javier Milei con Elon Musk, ahora propietario de Twitter. Este no ha ocultado sus preferencias por Donald Trump en las próximas elecciones, lo cual pone en peligro la aparente neutralidad que una red social debería tener al garantizar la pluralidad de contenido y propaganda. Con su cuenta de 90 millones de seguidores devuelta por Musk (había sido suspendida por “incitar a la violencia” en el contexto de la toma del Capitolio en enero de 2021), Trump ha incluido al empresario tecnológico como parte de un posible gabinete si llega a ganar las elecciones.
Un comentario apretado como este no alcanza a cubrir la complejidad de la irrupción de la tecnología en un aspecto clave de la democracia como son las elecciones, pero se trata de una presencia que va a influir directamente en cómo accedemos (y respondemos) a mensajes que buscan atacar al sistema democrático y en cómo los líderes políticos reaccionan a este desafío. Es cierto que las redes han permitido que la ciudadanía esté mejor informada de las actividades públicas de las autoridades y presionen a estas en ciertas circunstancias, y debería mantenerse de esa manera.
No importa qué tan avanzada sea la tecnología en el futuro: mientras las instituciones no sean sólidas y los Gobiernos dejen de responder al bien común, la tecnología no resolverá nuestros problemas ni hará mejor a la democracia, por más que algunos oportunistas lo quieran vender así.
*Extracto de mi ponencia en Esocite (Universidade Estadual de Campinas, Brasil, julio de 2024).