Conceder honras fúnebres a Alberto Fujimori ha sido decisión de Dina Boluarte. No habría tenido nada de ofensivo negarlas. De hecho, para convertir las exequias fúnebres de alguien que ha muerto en funerales estatales, se necesitaban condiciones de equilibrio institucional que el deceso de Alberto Fujimori no reunía. Un Gobierno atento al sentido de lo público habría podido optar por el pésame ofrecido en privado. Habría podido mantener un respetuoso silencio oficial que permita que en el plano íntimo la familia o los partidarios de quien partió den al ritual la forma que encuentren apropiada a sus preferencias, conservando el sentido privado de la ceremonia que eligieran. En realidad, en las condiciones que convocaba Fujimori debía concederse espacio también para la inevitable y lícita respuesta de quienes ante el deceso optaron por recordar los pasivos de los que Fujimori no se hizo cargo en vida, que no fueron pocos.
Carmen Mc Evoy tiene casi 500 páginas compiladas, dos estudios propios y los ensayos de otros 10 autores que muestran cuánto pesan los funerales estatales en la construcción de identidades orientadas hacia lo público, entendido como espacio en común. Esos trabajos ponen en evidencia que los funerales estatales intentan, al menos por un momento, al menos en un ritual que luego puede ser conmemorado, romper las fronteras que marcan las diferencias que la política impone día a día entre las personas para reforzar el sentido de las instituciones que quien ha partido tuvo un día entre sus manos. Los funerales estatales son un evento en el que lo público se apodera de la memoria de alguien en particular, quien ha fallecido. En ellos, lo público intenta hacer concreto en una historia de vida. No corresponde a su función ser una ceremonia privada, íntima, partidaria o sesgada. No es momento para consignas ni gritos de guerra. Por eso deben ser aceptados por la familia. Porque a partir de estas ceremonias un trozo de la memoria de quien ha partido deja de pertenecerles para convertirse en parte de un relato colectivo.
Pero nosotros estamos lejos de esas condiciones que permiten construir relatos colectivos. Por eso, estas exequias no debieron montarse como un evento estatal. Por lo demás, al morir, Alberto Fujimori estaba siendo juzgado por la justicia, acusado por la masacre de Pativilca. Enfrentaba cargos por las esterilizaciones que se forzaron durante su gobierno. Luego de escapar al Japón, a principios de siglo, fue inhabilitado por el Congreso y su firma fue retirada de la Constitución que él mismo promovió. Mientras era extraditado, postuló al Parlamento japonés, y renunció implícitamente a la nacionalidad peruana. Condenado por casos sobre corrupción y violaciones a los DDHH, fue liberado en OCT23 por una decisión del Gobierno de Boluarte que nos puso en desacato ante la Corte IDH, que había ordenado suspender su excarcelación. Tenía además sobre sus hombros una ley, aprobada por un Congreso dominado por una mayoría de su propio partido, FP, la 30717, que le impedía postular a la presidencia durante el resto de su vida.
Demasiadas cosas sin resolver.
Totalmente legítimo por cierto que sus deudos y partidarios den, en privado, la forma que estimen adecuada a sus exequias. Pero absolutamente legítimo también que sus adversarios nos recuerden las razones que crearon las distancias que provocan sus memorias. No que el Gobierno profundice el desequilibrio de un proceso inacabado como este y se alinee a un lado de las dos orillas.
A este Gobierno le tocaba mantenerse imparcial. No lo hizo.
En ABR19, los herederos de García Pérez organizaron para él un velatorio privado en el local de su partido, el APRA. García Pérez fue dos veces presidente, pero su familia no reclamó para él honores de jefe de Estado. En JUL22, Francisco Morales Bermúdez, el último presidente de la dictadura militar de los 70, fue velado en el Cuartel General del Ejército, en una ceremonia de corte castrense, pero cerrada, no estatal. Para entonces pesaba contra él una orden de captura internacional por haber cooperado con la dictadura argentina en graves violaciones a los DDHH. Y aunque parezca ir demasiado atrás, en febrero de 1932, Augusto B. Leguía, quien como Fujimori gobernó el Perú por más de una década y como él terminó su ciclo condenado por corrupción, fue sepultado sin recibir honores de Estado.
Boluarte, por cierto, se desentendió por completo de lo que estaba haciendo. La protagonista del ritual fue Keiko Fujimori, quien lo usó para lanzar su cuarta candidatura y reforzar la distancia que media entre sus seguidores y las víctimas del grupo Colina. Un mensaje absolutamente contrario a lo que se pretende con un funeral estatal.
En las exequias públicas de Sebastián Piñera, uno de los discursos centrales estuvo a cargo del presidente en ejercicio en Chile, Gabriel Boric. En los funerales de Estado de Tabaré Vásquez en Uruguay, el principal orador fue el presidente Luis Lacalle y en las exequias de Tancredo Neves en Brasil, su sucesor, José Sarney. Los ejemplos pueden sin duda multiplicarse. Que sea el presidente en ejercicio quien protagonice un funeral estatal es algo que tiene sentido cuando el ritual representa eso para lo que existe. En este caso, el silencio de Boluarte deja al descubierto la precariedad sobre la que fue montado el evento.
Un funeral de Estado no es tal por el solo hecho de usar un edificio público o poner banderas a media asta. Un ritual de Estado supone un contenido convocante que en este caso era de imposible factura, dado el personaje.
La historia de Alberto Fujimori queda de esta forma clausurada con la imitación de una ceremonia impostada, una que solo nos confirma la enorme distancia que nos separa de ese momento en que seremos capaces de abordar nuestro pasado con una madurez que ahora aún nos falta.