Mientras realizaba un mitin en Pensilvania como parte de su campaña electoral, el septuagenario candidato presidencial por el Partido Republicano, Donald Trump, fue víctima de un atentado. La bala disparada por un francotirador de veinte años —y que responde al nombre de Thomas Matthews Crooks— rozó la oreja de Trump sin provocar mayor daño, en parte por la rápida reacción del Servicio Secreto que lo custodiaba. Antes de ser sacado del lugar, el candidato pudo realizar un gesto desafiante con el puño en alto y que inundó las redes sociales este último fin de semana.
El atacante fue rápidamente identificado como un joven interesado en la informática y el ajedrez. A medida que testimonios de quienes lo conocieron o trabajaron con él aparecían en diversos medios, también lo hacían videos un tanto inquietantes sobre su conducta. Lo que sí es cierto es que era republicano, si bien no militaba activamente, mientras sus padres eran demócratas y libertarios. Hasta ahora se ha descartado que hubiese actuado como parte de alguna conspiración, lo cual sugiere que se trataba de un “lobo solitario”, un terrorista local que pasó desapercibido para el monitoreo de las agencias de seguridad.
El atentado contra Trump tiene muchas lecturas e interpretaciones, pero lo cierto es que los republicanos y sus seguidores más radicalizados pondrán este incidente en el centro de la campaña electoral de aquí a noviembre. Por lo pronto, activistas y voceros han buscado desplazar cualquier otro tema referido al candidato que no sea todo aquello relacionado con el atentado. Con ello, es de esperar que las acusaciones penales en torno a falsificación de registros comerciales por haber intentado sobornar a una estrella de cine para adultos van a pasar a segundo plano y, con el tiempo, desaparecer. También lo harán las acusaciones por interferir con el proceso electoral de 2020 e incitar a la toma del Capitolio.
El incidente va a ser explotado hasta las últimas consecuencias, posicionando al candidato en un rol de sobreviviente (que efectivamente lo es) y creando un escenario para teorías de la conspiración y acusaciones infundadas, amplificadas al máximo por troles y agentes fantasmas en redes sociales. Javier Milei, presidente de Argentina y siempre abierto a aceptar y difundir teorías conspirativas, señaló en su cuenta de Twitter que el atentado fue obra de la “izquierda internacional”, lo que dio lugar a que los libertarios legitimaran sus ataques contra sus adversarios. Incluso su vocero Manuel Adorni no corrigió esta información.
Los atentados contra políticos y autoridades no son algo, lamentablemente, nuevo en el escenario mundial. De hecho, un atentado similar contra el archiduque Francisco Fernando de Austria dio inicio a la Primera Guerra Mundial, cuyo 110 aniversario se conmemoró hace unos días. Los magnicidios, así como los atentados en general contra autoridades, son un fenómeno contemporáneo y tuvieron un periodo de expansión durante el siglo XIX, especialmente con el surgimiento del terrorismo anarquista. El propósito por provocar inestabilidad al eliminar a una figura política importante se convirtió en el objetivo de muchas agrupaciones en estos últimos dos siglos.
Estados Unidos concentra un número no menor de estos ataques y magnicidios, que definieron la política nacional, como los asesinatos de Abraham Lincoln, John F. Kennedy, Robert ‘Bobby’ Kennedy, Martin Luther King, entre otros. Ronald Reagan sufrió un intento de asesinato en marzo de 1981, tan solo a los dos meses de haber asumido el cargo. Abriendo el marco espacial, uno de los más recientes ocurrió en Japón hace casi dos años, cuando el ex primer ministro Shinzo Abe recibió dos disparos mortales de un arma de fabricación casera y que comprometieron su corazón y su cuello, lo que le causó una hemorragia que provocó su muerte.
Este tipo de actos violentos tampoco son desconocidos en nuestro país. En su libro Cómo matar a un presidente (publicado por el Instituto de Estudios Peruanos), el historiador Rolando Rojas ha reconstruido los magnicidios más importantes del periodo republicano, que incluyen a Bernardo Monteagudo, Manuel Pardo y Luis M. Sánchez Cerro. Cada uno de estos respondió a una etapa de violencia con grupos radicalizados y que encontraron los medios y las motivaciones necesarias para cometer estos ataques. Así, Sánchez Cerro fue asesinado por un militante del partido aprista, que en ese entonces estaba sometido a una persecución despiadada por su gobierno.
Alberto Fujimori vivió los primeros años de su gobierno bajo el temor de sufrir un atentado contra él y su familia, un temor alimentado por Vladimiro Montesinos para facilitar su mudanza al Servicio de Inteligencia Nacional y tener control sobre él. Ese ataque nunca ocurrió, salvo en la imaginación del hoy condenado asesor de inteligencia. Con todo, el ambiente de radicalización en Estados Unidos, que propició la fácil adquisición de armamento, así como la eliminación del adversario como un método válido, se ha ido expandiendo rápidamente hacia otras partes del mundo.
Con elecciones presidenciales y parlamentarias aproximándose (ojalá) en nuestro país y con candidatos ya apareciendo en el escenario electoral nacional, es importante denunciar los discursos extremistas que llaman a acabar con los adversarios al demonizarlos (como ocurre con Gustavo Gorriti o el fiscal José Domingo Pérez) o que convierten las contiendas políticas en “batallas” (supuestamente “culturales”), militarizando el lenguaje y propiciando la acción violenta, como ya lo hemos visto en grupos como ‘La Resistencia’ con la tácita aprobación de las fuerzas policiales y del Gobierno.