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Opinión

Tragedia, grandeza y farsa de las dictaduras parlamentarias, por Gustavo Montoya

Hay cierta perversión en el inconsciente colectivo peruano, y cierta atracción al abismo en quienes administran el poder temporalmente y que ignoran el pasado oprobioso acumulado (...) Frente a la amenaza del olvido, también suele erguirse con altivez y orgullo esa tradición republicana plebeya de heroísmo terapéutico.

larepublica.pe
Gustavo Montoya

En anteriores colaboraciones he llamado la atención sobre la relativa precocidad de nuestro sistema político y orden constitucional, el frágil contenido social de las narrativas republicanas instituidas, el carácter poco nacional del Estado y, para lo que interesa en esta entrega, la naturaleza ambigua o de consenso endeble de la representación política congresal, y los inusitados niveles de conflicto, en determinadas coyunturas, entre Parlamento y sociedad a lo largo de nuestra azarosa república adolescente.

Habría que recordar algunos hitos fundacionales sobre los que se han erigido la tradición parlamentaria occidental, en cuya base reside su legitimidad histórica. Esto es, que tales representaciones políticas, de contenidos culturales y económicos de la sociedad, tuvieron su representatividad con el curso y sentido de la coyuntura histórica. Que recogieron las tendencias de toda índole dominantes en su época.

Por ejemplo, en la revolución inglesa y el largo Parlamento, una dictadura en realidad de mediados del siglo XVII, emergieron casi como una necesidad histórica y encarnaron las contradicciones estructurales de la vigorosa burguesía en ascenso, con los intereses de una monarquía reacia a admitir los nuevos horizontes. La ética puritana de Cromwell y la severidad del ejército republicano no cesaron, sino vía una sangrienta guerra civil, hasta ajusticiar al rey y, con ello, marcar un punto de no retorno en la defensa de los derechos políticos y civiles de la nación inglesa. Le correspondió a Hobbes sacar las respectivas lecciones teóricas de su tiempo y fundar, junto con Maquiavelo, la ciencia política moderna.

Otro tanto se puede decir de la revolución francesa de fines del siglo XVIII que estremeció a todas las naciones, y cuyas ondas expansivas influyeron decisivamente en las revoluciones separatistas de Hispanoamérica. Al estallido de la revolución y la convocatoria a los Estados Generales, pese a que constituía una representación del antiguo régimen, les sobrevino la Convención Nacional vía sufragio directo, justamente fuente de su legitimidad y, en consecuencia, de las fuerzas vivas de la nación, que se dispuso a defender la revolución de la alianza monárquica del interior y del exterior.

Pronto, la Convención Nacional, que ya concentraba el Poder Ejecutivo, derivó en una dictadura parlamentaria, única forma de preservar la soberanía y el mandato popular. El periodo jacobino y el terror revolucionario, cuyo instrumento fue el Comité de Salud Pública, no fueron sino la prolongación de la ira y el pánico social, efecto de un torbellino de emociones y sentimientos populares, de sus miedos y de sus extravíos. Pero, sobre todo, de un imaginario social antimonárquico que buscaba, en los actos y las armas, la abolición de las jerarquías sociales, la corrupción y la arbitrariedad de una sociedad estamental. El presagio fue el juicio y decapitación del rey, con el discurso del joven Saint-Just, quien sentenció: “Los reyes deben gobernar bien o morir”.

En el Perú, el primer régimen parlamentario fue la Junta Gubernativa (1822), compuesta por tres miembros de la primera asamblea constituyente, que fue instituida en plena guerra civil de la independencia. El fracaso y caída del protectorado con San Martín y su intento de establecer la monarquía constitucional, en alianza con un sector de la nobleza limeña, fueron consecuencia directa de un movimiento de masas en la capital, dirigido por las diversas secciones del partido republicano. Por lo tanto, también fue una reacción y una respuesta de la sociedad civil plebeya, en contra de proyectos de gobierno que negaban la esencia misma de las guerras separatistas. Hubo cierto aliento romántico subyacente a esta dictadura parlamentaria que tenía que hacerse cargo de la dirección de la guerra aún no concluida con los españoles, y sentar las bases del régimen popular, fundar la república y establecer instituciones liberales. En suma, reordenar la sociedad, reorganizar el Estado poscolonial, garantizar las libertades políticas y civiles.

Una segunda experiencia de régimen parlamentario fue la Convención Nacional 1855-1857, que fue erigida luego de la revolución liberal y la guerra civil, que sacudió de punta a punta el territorio nacional entre 1854 y 1855. Los elevados y escandalosos niveles de corrupción, nepotismo y desfachatez gubernamental del gobierno de Echenique, en gran medida por los fabulosos ingresos a la caja fiscal por la exportación del guano de isla —hoy minerales—, despertaron una generalizada indignación nacional. Las actas que se levantaron en cientos y cientos de pueblos medianos y pequeños dan cuenta de una sensibilidad política de cuño republicano y de un liberalismo social radical. Fue la nación en armas la que abolió los rezagos del sistema de dominio colonial e hizo cumplir los ideales de la independencia, la esclavitud y la onerosa contribución indígena. La Constitución liberal de 1856, que recoge tal experiencia, pese a que tuvo corta duración, dejó sentados determinados principios de esa abstracción moderna que es la soberanía popular, en breve, la aspiración de refundar el orden político y social atendiendo a las necesidades, intereses e imperativos de las mayorías sociales.

En el siglo XX, la Constitución de 1979, la décima de la historia republicana, que sustituyó a la de mayor durabilidad, 1933, registra un notable equilibrio entre grupos sociales antagónicos. Un pacto y acuerdo social consensuados, que por cierto no cayeron del cielo. Fue la consecuencia de un profundo movimiento social democrático en las áreas urbanas y rurales, acompañadas por demandas de carácter económico, social y reivindicaciones políticas y culturales. Y, por si fuera poco, en un contexto en el que la insurgencia armada estaba en la agenda social y era considerada como legítima en significativos sectores de la izquierda local.

En retrospectiva, una mirada a vuelo de pájaro de tal coyuntura permite advertir que en realidad fue una dramática encrucijada histórica, por la suma de contradicciones y enconos no resueltos, entre las minorías dominantes, y las legítimas aspiraciones y demandas de la sociedad civil y de los productores directos; y lo revelador es que, para entonces, dichos grupos sociales contaban con representación política y legitimidad social. Sin embargo, ese intento de acuerdo nacional, entre los varios que tuvimos, para domesticar y encauzar esas corrientes subterráneas disolventes que aún nos acosan, tuvo que hacer frente a la acción terrorista del senderismo y la suma de secuelas que aún perviven.

Hay cierta perversión en el inconsciente colectivo del país, cierta atracción al abismo, que hace pensar a quienes administran el poder temporalmente que son o pueden ser impunes a esos huaicos étnicos y sociales irresueltos y contenidos, y con unas ganas tremendas de doscientos años para saldar cuentas con nuestro pasado oprobioso. Pese a todo ello, frente a la amenaza del olvido, también suele erguirse, con altivez y orgullo, esa otra tradición republicana plebeya, cuya memoria cobija páginas y escenas de un heroísmo terapéutico. Existe ciertamente otra república imaginada y maquillada hecha para las vitrinas, los discursos y lugares comunes. Para las ediciones de lujo y que se inclinan aún ante la barbarie y las tiranías. Sin embargo, no es posible envilecer a toda una nación e hipotecar sus emblemas y símbolos constitutivos. En perspectiva, el horizonte político inmediato aparece sombrío y hasta tenebroso. Pero para cualquier intelectual que se ocupe por racionalizar el sentido de los tiempos, es obvio que asistimos a un periodo de tránsito. Y nunca, como ahora, es válida aquella metáfora de Gramsci, en el sentido de que en tales pasajes los que reinan y prevalecen son los monstruos. Y eso lo saben muy bien los gallinazos que moran en los árboles de la antigua plazuela de las Tres Virtudes.