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Opinión

Nueva Constitución: ¿Por la razón o la fuerza?, por Irma del Águila

“Dice mucho de nuestro rumbo político el que dos expresidentes (en las antípodas políticas) discutan aprobar una nueva constitución (la de 1993 o la que vendría a reemplazarla) prescindiendo de un régimen de libertades, garantías y de arraigo democrático".

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IRMA

Gino Costa y Carlos Romero, en “La democracia tomada” (IEP, 2024), mencionan un detalle poco recordado del mensaje leído por el presidente Castillo en la mañana del 7 de diciembre de 2022: además de disolver el Congreso y gobernar con decretos ley, la convocatoria de un futuro Congreso con facultades constituyentes para redactar una nueva carta magna, en un plazo no mayor de nueve meses. En esos giros de ruleta rusa que da la historia, lo que propuso Pedro Castillo en su intentona golpista no difería en mucho del Congreso Constituyente Democrático (CCD) convocado por Alberto Fujimori.

Recordemos, pocas semanas después del 5 de abril de 1992, Fujimori convocó a un CCD. Desde entonces, muchas de las críticas a la Constitución de 1993 tienen que ver con el régimen de excepción (una dictadura, sin más) bajo el cual se discute y aprueba una constitución, cuestionando con toda razón su legitimidad política. Bastante menos se ha dicho sobre la falta de legitimidad de una nueva constitución ofrecida por Pedro Castillo, también, en el contexto de un “gobierno de excepción”. Dice mucho de nuestro rumbo político que dos expresidentes (en las antípodas políticas) discutan aprobar una nueva constitución (la de 1993 o la que vendría a reemplazarla) prescindiendo de un régimen de libertades, garantías y de arraigo democrático; es decir, conculcando la voluntad popular.

En “La democracia tomada” se señala que la Asamblea Constituyente era parte de la “estrategia revolucionaria” de una cierta izquierda por “cambiar las reglas del juego democrático, acabar con el modelo neoliberal y consolidar el poder de una nueva coalición gobernante” (p. 62), citando el caso paradigmático de Venezuela. Se comenta en el libro cómo la idea de una carta magna que arraigó en muchos peruanos resultó siendo una invocación de fe, una panacea que, con su sola vigencia, iba a componer los males del Perú.

Se describen hechos que sí, existen en discursos de una cierta izquierda “no electoral”. Y, sin embargo, hay un trasfondo que no se aborda. Existe una discusión nacional instalada y un cuestionamiento de la legitimidad de la Constitución de 1993 en sectores amplísimos y diversos de la ciudadanía que, en consecuencia, exigen el cambio o la reforma constitucional (se entiende, en un sentido distinto a las “reformas” prebendarias o interesadas del Congreso). Según una encuesta del IEP (noviembre, 2023), un 48% está a favor de una reforma de la constitución, mientras que un 40% se inclina por el cambio de constitución. Solo un 8% sostiene que no se debe cambiar nada. Solo una minoría está por el statu quo.

Más allá de si la idea de una nueva constitución se instrumentaliza o si deviene en un objeto fetiche, el fondo del asunto está en la percepción de una gran mayoría de peruanos. Existe una demanda de nuevo pacto social que tiene que darse. El clamor de los peruanos movilizados y los asesinatos en el sur andino bastarían en cualquier país para abrir ese debate constitucional (acompañando la demanda de justicia a las víctimas).

El punto de mayor controversia, no el único, es el del llamado “capítulo económico” y que tiene que ver con una discusión ausente: ¿se puede pensar en un camino de progreso sin un rol estratégico del Estado peruano en la economía nacional (que no es igual que estatismo)? Vamos, como lo que sucede en cualquier Estado moderno de la región, Brasil, Chile, Colombia, etc.

La discusión en torno al modelo económico tiene que darse. De otro modo, abordar problemas estructurales como la informalidad prevalente en el Perú, termina limitándose a la exigencia de ética y competencia de los funcionarios del aparato estatal y a un asunto de orden público (represión). Sin abordar el fondo: tenemos un sistema formal que se apoya en el sector primario-exportador que no genera eslabonamientos y, en consecuencia, solo recluta al 20% de la PEA. Eso es insostenible.

La otra deliberación pendiente es cómo abrir un debate constituyente con un consenso mínimo: la voluntad popular como principio político irrenunciable de legitimidad. Y hacerlo en un contexto de libertad y garantías democráticas mínimas y de estabilidad política.

“La democracia tomada” da buena cuenta de los azarosos meses del gobierno de Pedro Castillo, plagado de escándalos de corrupción, falta de rumbo político, desmembramiento y captura del Estado; pero, además, del intento de vacancia inconstitucional de la derecha parlamentaria y del intento de autogolpe presidencial. Pero deja en el tintero una discusión de largo aliento que dé cuenta de los desastres políticos, del desprecio por el bien público y del desprecio por la vida desde una perspectiva política que abarque también el análisis estructural. Porque los males del Perú se agudizan, pero no empiezan en 2016.