Hace unos días, líderes comunales del sector Cruz Blanca de la comunidad campesina San Juan Bautista de Catacaos en Piura fueron difamados por algunos medios de comunicación y, pocos días después, perseguidos por un dron y agredidos con armas de fuego por presuntos miembros de la policía, luego de haber denunciado el tráfico de tierras ante la Misión del Vaticano. Justamente se trataba de dirigentes reconocidos por el propio Ministerio de Justicia como defensores de los DDHH (RD 001-2021-JUS/DGH), quienes están sometidos injustamente a una criminalización judicial constante.
Esta realidad no es una excepción. En distintas partes del país, los defensores ambientales cuando tocan intereses poderosos son atemorizados con denuncias o incluso represión física. En este caso, los comuneros de Cruz Blanca no solo defienden sus terrenos comunales ante la expansión de empresas agroexportadoras, algunas vinculadas a la sociedad apostólica Sodalicio de Vida Cristiana, sino por la protección del medio ambiente, el derecho al agua y contra la incesante tala ilegal en los bosques secos.
El conflicto entre las comunidades posesionarias ancestrales de las tierras y las empresas ha generado ya dos comuneros fallecidos y decenas de heridos ante el despojo. No sorprende que el poder económico y la compra de conciencias en el Poder Judicial y la policía se traduzca en abuso y prepotencia. En el año 2017, la judicialización del conflicto o los recursos de amparo presentados no impidieron que cientos de policías, con armas en mano, ingresaran a terrenos de la comunidad y destruyeran las cabañas y enseres de los comuneros.
Sin duda, el crecimiento del negocio inmobiliario y, en este caso, la agroexportación ha llevado a una disputa por la apropiación del agua y las tierras comunales. Conseguir ocuparlas ha resultado por demás rentable al margen de la legalidad. Solo en Piura, entre enero y marzo del 2022, se han presentado ante la policía más de 120 denuncias sobre apropiaciones ilegales de tierras, ya sea mediante el uso de la violencia contra los posesionarios o inscripciones ficticias.
Estas cifras van en constante aumento, siendo las más afectadas las tierras de las Comunidades Campesinas, que han visto reducidas sus territorios en miles de hectáreas enajenadas. Para lograr su objetivo, los traficantes llevan adelante una incesante agresión sobre los comuneros que se oponen al despojo.
Según la Ley General de Comunidades Campesinas (Ley 24656), las comunidades campesinas son organizaciones de interés público integradas por familias que habitan y controlan determinados territorios ligados por vínculos ancestrales, sociales, económicos y culturales, expresados en la propiedad comunal de la tierra, el trabajo comunal y el desarrollo de actividades multisectoriales cuyos fines se orientan a la realización plena de sus miembros y del país.
La citada ley señala, además, que las tierras de las comunidades son inembargables e imprescriptibles e inalienables y solo por excepción podrán ser enajenadas previo acuerdo de los 2/3 de los miembros calificados de la comunidad reunidos en asamblea general convocada expresamente para tal fin.
Sin embargo, en este país, las leyes sirven para el más fuerte porque es sorprendente la facilidad con que la corrupción inscribe una propiedad, a diferencia de la mayoría. Claro que las comunidades tienen razón en proteger sus propiedades ancestrales, pero en un Estado donde no avanza ni el Ordenamiento Territorial ni la Titulación de las Tierras, solo su unidad y organización interna les permitirán que sus derechos prevalezcan. Asimismo, urge activar los mecanismos para defender la vida e integridad física de los comuneros denunciantes, y que la solidaridad se siga expresando para demostrarles que no están solos en esta lucha.