Por: Cecilia Méndez
Tal vez estemos equivocando la pregunta. Qué tal si en lugar de encauzar nuestra desafección con lo que ocurre hoy en el país nos preguntamos: ¿cómo llegamos a esto? Antes de: ¿cómo salimos de esto? La lógica es tan obvia que puede pasarse por alto: para curar un mal es necesario identificar correctamente el problema; de lo contrario, no habrá solución sino solo paliativos, y el mal volverá redoblado.
Identificar bien un problema supone debate, que es lo que aparentemente no queremos hacer (aunque la ciudadanía, cierto es, ya ha empezado a moverse). Porque el clamor de “que se vayan todos” no es tan unívoco. Hay sectores que siguen reclamando que el presidente “cumpla sus promesas” y otros que prefieren que se vaya solo el Congreso. ¿Pero qué es el “esto” de cómo salimos de “esto”? ¿Es lo mismo para todos? ¿Se puede llegar a un consenso sobre el “esto”, es decir, sobre el principal problema a resolver?
Para ciertos sectores privilegiados y acostumbrados a mandar en el país, el problema no parece ser tanto la corrupción como quién la ejerce, y cómo… No el delinquir, sino no saber encubrirlo. El excongresista Víctor Andrés García Belaúnde –“Vitocho”– lo dice claramente desde las profundidades de su inconsciente. Parafraseando al también excongresista Guido Bellido, quien dijo que el presidente Castillo era un “sindicalista básico”, Vitocho ha dicho que es un “corrupto básico”. ¿A qué corrupto sofisticado se imaginaba en contraste? ¿Es un corrupto “menos básico” (¿más sofisticado?) el que hace que le lleven el dinero mal habido en loncheras en vez de guardarlo desprolijamente en un baño de Palacio? ¿El urdir movidas ilegales en Casa Andina de Miraflores es más elegante que hacerlo en la calle Sarratea de Breña? ¿Apellidarse Graña y ser parte del ‘Club de la Construcción’ sería “menos básico” que licitar obras públicas coimeadas en Anguía, Cajamarca?
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No se trata de minimizar la corrupción que anega el Palacio de Gobierno. Contra lo que un Castillo, sombrero chotano y lápiz en mano, prometía enfáticamente en campaña, no solo nada ha hecho para combatir la corrupción, sino que entró, al parecer, decidido a emular a sus predecesores –el Estado como botín– con evidente cortedad de miras, habida cuenta de dónde están todos ellos hoy… Pero muy pronto olvidó sus promesas de cambio en salud, en educación, en el agro, y en la redistribución de la riqueza. De nada de eso se habla más, pese a que la pandemia nos lo enrostró brutalmente. Los medios, en su mayoría desconectados abismalmente de la ciudadanía, están focalizados exclusiva, obsesiva y viciosamente en la familia presidencial, mientras guardan un silencio atronador cuando se trata de los blindajes por la impunidad en el Congreso, que ha llegado hasta a homenajear a exfuncionarios que tienen que rendir cuentas de asesinatos, por no mencionar el evidente conflicto de interés en el que ha incurrido la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, al remover a la fiscal Bersabeth Revilla, que investigaba a su hermana, la también jueza Emma Benavides, por presuntamente recibir coimas de narcotraficantes para excarcelaciones “exprés” (¿recuerdan los narcoindultos de García?), pese a un contundente reportaje de IDL-Reporteros. La “gran prensa” es así un actor político más defendiendo sus intereses, aun a costa de la verdad, como fue evidente (y repulsivo) durante la campaña electoral del 2021. Su propósito es sacar a Castillo.
El “esto” es entonces la descomposición institucional generalizada que Castillo ahonda, pero no inventó. Si en un momento se pensó que el problema era la tensión entre el Ejecutivo y el Legislativo, hoy preocupan sus convergencias, porque rara vez son en beneficio de la ciudadanía; buscan la impunidad o la permanencia en sus puestos. Vladimir Cerrón expresó así esta muerte de la política: “Podemos coincidir con el fujimorismo y con otros, pero con la izquierda caviar no, ellos son nuestro enemigo principal. Los caviares son para nosotros la principal amenaza, un enemigo más poderoso que la ultraderecha neofascista”.
El “esto” al que hemos llegado es entonces la destrucción de la política, la degradación del lenguaje, de los vínculos sociales, el desprecio por la verdad. Y si bien es cierto que la crisis que nos llevó a tener cinco presidentes en cinco años (y ahora un cambio de ministro por semana) puede remontarse al 2016, en que Keiko Fujimori se rehusó a aceptar su derrota electoral, llevamos mucho más tiempo cultivando la antipolítica, la desregulación de la economía (y, con ella, de la ética), la conversión de los servicios públicos en negocios privados, mientras el Estado que se supone no debe “intervenir” en la economía subvenciona a las grandes empresas agroexportadoras, aun en el “gobierno del pueblo”. Durante más de veinte años de crecimiento económico se ha estigmatizado a quienes abogaban por un rol activo del Estado en garantizar los servicios básicos (¿recuerdan lo que hicieron con la “gran transformación” de Humala?) con el argumento de que ya “chorrearía” para todos y por supuesto eso no pasó. La pandemia nos lo echó trágicamente en la cara: la salud convertida en un negocio, una deficiente infraestructura sanitaria y un altísimo costo en vidas humanas.
Castillo es el colofón, el resultado lógico de una sociedad deteriorada. Muy pocos tienen derechos, pero el mercado es tan grande que hasta se venden tesis. Y fue así como el “humilde campesino”, el “maestro del pueblo” pasó a convertirse en el “cholo con poder” odiado por la élite. Castillo demuestra que la choledad con poder es una forma de democratización, pero no basta. Es necesario recuperar los lazos sociales y respetar ciertas reglas de convivencia, y los derechos.
Compartir nuestras reflexiones y escucharnos mutuamente en este contexto puede ser una proeza. Pero también un buen comienzo para “salir de esto”.