Hay una gran diferencia entre tener memoria y tener un trauma. Este último es un choque emocional que produce un daño duradero y que no nos hace bien, nos limita. La memoria, por el contrario, es la facultad que tenemos para recordar nuestro pasado y que nos permite actuar de mejor manera.
La reciente muerte de Abimael Guzmán y las discusiones apasionadas respecto a qué hacer con su cuerpo nos dicen que todavía tenemos una herida bien abierta, un trauma colectivo que no nos permite avanzar sanamente como sociedad.
En 200 años de ser una República, no hemos podido construir una narrativa común. Esto significa que no es memoria colectiva lo que tenemos, sino una serie de traumas colectivos. Hemos construido diferentes discursos desde el dolor, con la herida abierta, sin habernos dado el espacio para reflexionar profundamente respecto a lo que necesitamos hacer, de manera conjunta, para que estas causales de dolor no nos vuelvan a ocurrir.
Mientras más dolor nos traiga un tema, mientras más incómodos nos sintamos, más necesitamos trabajarlo. Ahí es donde las políticas públicas para la construcción de la memoria entran en juego.
Somos capaces de reconocer el daño que nos causó el terrorismo. Todos hemos sido testigos de cómo una ideología totalitaria, de pensamiento único, resulta demencial y extremadamente dañino para un país. Pero no somos capaces de reconocer que ese comportamiento demencial no es exclusivo de las tendencias de izquierda, sino que también puede estar presente en otras ideologías políticas. Nos cuesta reconocer esto. Tampoco somos capaces de reconocer que el Estado también falló. Nos falló a todos los peruanos por su inacción inicial y luego, por el contrario, por las formas excesivas de combate que acabaron con vidas inocentes. No es posible que esto último nos siga generando incomodidad y reacciones agresivas hacia los que lo mencionan. Necesitamos reconocer que hubo un fuerte abuso contra los derechos humanos de hombres, mujeres y niños por parte del Estado peruano y, con una mayor fuerza, necesitamos desarrollar una ética ciudadana que sea incapaz de avalar prácticas de abuso de poder. Necesitamos saber que el totalitarismo, venga de donde venga, es condenable.
A los limeños nos incomoda reconocer que no fuimos conscientes de lo que pasaba en el resto del país, así como reconocer que recién reaccionamos –como país– cuando el distrito de Miraflores fue víctima de estos actos de terror. Si no queremos ver esto, tenemos un problema crónico en nuestra sociedad y con mayor razón necesitamos una política pública terapéutica que sepa tratar este trauma y convertirlo en memoria, en la oportunidad de construir una narrativa que recoja los diferentes lentes de todas las víctimas y que apunte a una sola visión de futuro deseada en donde todos nos reconozcamos como ciudadanos iguales.
Es comprensible que nos sintamos aterrados por ese pasado, pero si no tomamos acción, no vamos a superarlo y nos quedaremos atrapados en un sentimiento de pánico, paralizados, en vez de pensar en construir hacia adelante. Si queremos que la historia no se repita, no basta con usar el hashtag #NuncaMás, debemos reconocer en qué hemos y estamos fallando. No podemos construir un futuro sano si es que en el presente no somos capaces de tratar nuestros males históricos.
No basta con una política de reparación de víctimas, tenemos que hablar de esto y crear un real consenso nacional que forje una verdadera república, en donde todos nos reconozcamos como iguales.
Es un imperativo impulsar una política que siga difundiendo, con mayor ahínco, los contenidos del informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Hoy más que nunca necesitamos, como ciudadanos, hablar con la verdad y estar dispuestos a optar por una verdadera reconciliación nacional.
Sendero Luminoso, Terrorismo