Me llamó un colega de una radio uruguaya para consultarme sobre las elecciones y una de sus preguntas fue rotunda y cargada de sorpresa: “¿por qué los dos candidatos han hecho un ‘juramento por la democracia’ si eso está sobrentendido?” Para él, aquel ritual solemne realizado el pasado 10 de mayo resultaba inverosímil.
Su asombro también se desbordó al enterarse de que, en estas agitadas tierras electorales, un hotel para perros no aceptaría a canes “de familias comunistas” y que tras un monstruoso atentado, con numerosas víctimas, había quienes buscaban el rédito político antes que solidarizarse con las víctimas. O que, en fin, la serenidad social se esfumó sin remedio.
Alguien dirá que los uruguayos son tan demócratas, tan correctos políticamente, que hasta se han bancado a ‘Pepe’ Mujica, un exguerrillero urbano, como presidente sin que haya habido un tsunami en el Río de la Plata. Pero no creo que esa sorpresa cívica sea patrimonio de este pueblo en alguna medida modélico. Tal vez haya un vaho de asombro global.
Otro colega, que me llamó desde Brasil, se preguntaba cómo es que una ciudadana que había estado en prisión en tres ocasiones recientes, que tenía severas acusaciones penales, corría ahora hacia la presidencia. Y cómo, a su vez, un profesor conocido sobre todo por encabezar una huelga que dejó desiertos los colegios por varios meses, también estaba en esa ruta.
No es que en América Latina no haya escenarios tormentosos y hasta de opereta política (solo hay que recordar la performance del presidente Jair Bolsonaro, frente a la pandemia, para comprobarlo). Pero hay preocupación en el barrio regional y mundial. Se nos ve con extrañeza, no se entiende cómo, desde hace tiempo, queremos tocar fondo político con gusto.
Los corresponsales extranjeros que viven acá también dan cuenta de eso. Tienen ojos para ver, por ejemplo, que no es normal tener cuatro presidentes en cinco años, incluyendo una mandataria que no duró ni 24 horas. Y nunca deja de sorprenderles el racismo o el clasismo, asumidos como parte de nuestra tóxica atmósfera social, y ahora pronunciados hasta el paroxismo.
Peor aún: en ninguno de los debates presidenciales —ni en el de la primera vuelta, ni en el chotano, ni en el de este domingo— aparece la política exterior. No se tiene muy claro qué va a hacer nuestro afanoso “país de renta media” en ese ámbito, salvo algunos fuegos artificiales, como el anuncio de una probable expulsión de USAID por parte de Pedro Castillo.
O como el gaseoso “recuperar el renombre que la diplomacia peruana merece” de Keiko Fujimori (¿una forma de decir que estaba mal?). Solo la tragedia venezolana irrumpe con fuerza, para —casi mágicamente— hacer hablar a los migrantes en voz alta, cuando hasta no hace mucho se les ninguneaba. Y para insistir en que nos aproximamos a un desastre similar.
Parecemos revolvernos en una olla de grillos, sin medida ni clemencia, con fruición, mientras el mundo cambia, trata de enfrentar la pandemia y da un vuelco impredecible precisamente por eso. Aldeanos como nunca, al punto que ninguno de los dos candidatos ha puesto énfasis en la relación con China y, en cambio, ¡sí se ha hablado de Corea del Norte!
La cosa se agravó en el debate de los “equipos técnicos”, cuando el cambio climático —una variable que está cambiando el eje de las Relaciones Internacionales— prácticamente fue ignorado por los dos partidos en pugna. En el debate electoral, la más novedosa aproximación al tema ambiental ha consistido en ver si los dueños de gatos o perros tienen ideología. Y ni hablar del sector Cultura, ese por el cual se nos reconoce en el planeta y por el cual el turismo podría volver a respirar. No existe. Mejor es vivir entre el susto, las maldiciones mutuas, las arengas flamígeras contra las transnacionales, las filípicas contra el extinto Fidel Castro. Quizás estamos haciendo un papelón global y no nos damos cuenta.
MARCHA CONTRA LA CANDIDATURA DE KEIKO FUJIMORI