Hace algunos días algunas personas han hablado de la necesidad de que Perú no elija por votación directa a los representantes ante el Parlamento Andino ya que dicha institución no funciona. La solución sería que sus integrantes sean nombrados por el Congreso nacional entre los congresistas elegidos. Es decir, regresar a un pasado que es peor que el actual. Por eso creo que ha llegado el momento en estas elecciones de discutir el destino del Parlamento Andino y de los actuales procesos de integración en América Latina.
Lo primero que hay que decir es que hoy el discurso de los gobiernos y cancillerías sobre la integración andina y regional se ha convertido en un “adorno” y en una agobiante formalidad que “esconde” la ausencia de una real voluntad integradora. La razón está en que se dejó de lado las reformas progresistas de 1979 que se expresaron en la creación del Tribunal de Justicia Andino, del Parlamento Andino y del Consejo Andino de Ministros de Relaciones Exteriores, así como la politización del proceso integrador, como lo demostró la participación del Pacto Andino en el fi n del somocismo en Nicaragua y del golpismo boliviano de esos años. La idea era replicar el proceso de integración europeo para convertir a la región andina y América del Sur en un actor político con capacidad de negociación en un mundo en el que la idea de desarrollo se estaba redefiniendo.
El embajador y excanciller Carlos García Bedoya sostenía que era “evidente que la forma suprema de integración y que constituye la culminación del proceso integratorio es la integración política. La esencia de la integración es la independencia y su objetivo final es la creación de un sistema que constituya una entidad distinta a sus componentes”. Hoy podemos constatar que eso no existe. El Parlamento Andino que debía convertirse en un organismo político, supranacional, vinculante, elegido por la población para impulsar y fiscalizar el proceso de integración, preservar la democracia y unir a los pueblos no cumple esa función. La integración andina terminó siendo una promesa incumplida al igual que las esperanzas de unidad continental, idea central en los procesos de independencia en América Latina.
Esto empezó en el segundo gobierno de Fernando Belaunde en 1980. Lo primero que se planteó en materia de política exterior fue que el Pacto Andino se había politizado excesivamente. Luego vino el desastre político y económico de Alan García. De ahí en adelante, sobre todo en el fujimorismo, la integración fue una “formalidad”. Se convirtió en un acto protocolar y diplomático. Dejó de ser, como diría Mariátegui, la unidad de pueblos. No es extraño, por ello, que hoy la política exterior se exprese en la renuncia al multilateralismo, en un activo “bilateralismo” y en privilegiar los Tratados de Libre Comercio que se convirtieron, parafraseando a García Bedoya, en la “forma suprema” de integración al mundo (capitalista) y al nuevo orden neoliberal, como lo demuestra la creación de Prosur por la derecha regional y sus gobiernos. A ello habría que añadir el poco interés de los partidos y los congresos en la región por desarrollar políticas que promuevan la integración de sus gobiernos y pueblos. Nos hemos olvidado que sin integración regional no es posible, como país, ser independientes, ni lograr cambio, ni el desarrollo y menos tener un papel relevante en el proceso de globalización.
Hoy los europeos en medio de esta crisis mundial y de soportar al gobierno de Donald Trump aceptan que fue un error luego de la caída del Muro de Berlín optar en su proceso de integración por “convertirse en una zona de libre comercio en lugar de una unión política”. El resultado es que no pueden hacer frente a los retos de esta “inmensa transición sistémica del último decenio” (GEAB n. 149). Y eso es justamente lo que hoy le está pasando a nuestro país y la región. Por eso creo que ser progresista y moderno es tener una indeclinable voluntad de mantener, reformar y promover los actuales y los nuevos espacios de integración.
Parlamento Andino