Directivos de tres empresas peruanas se coludieron con Odebrecht para pagar los veinte millones de dólares del soborno que Alejando Toledo cobró por la carretera Interoceánica Sur, tramos dos y tres. Ahora sabemos que el camino fue aceitado desde el Estado para que la adjudicación fluyera sin obstáculos. No hubo otros postores, pero tampoco un funcionario con sentido de la ética en la cadena de procesos. Ni en el MEF, ni en el MTC, ni en la Contraloría. La orden venía de arriba: había que dejar hacer a Odebrecht y sus cómplices. Estos sabían que al final las utilidades (entre US$ 80 y 90 millones) cubrirían con creces la inversión por concepto de coima. La cosa era conseguir el dinero… es decir, “levantar el capital”. En realidad, eso era pan comido. Ningún banco o fondo de inversión se negaría a facilitar un préstamo a sola firma. Se trataba de Graña y amigos. La pregunta que hoy nos planteamos es ¿qué pasó después? ¿Por qué las auditorías internas no detectaron nada raro detrás de los millones que salieron de la arcas de las compañías sin justificación aparente? Nos dicen que porque se disfrazaron como “riesgos adicionales”. Ese fue el término que inventaron para ocultar la chanchita. ¿Podemos comernos el cuento de que una empresa como Graña y Montero o J. J. Camet encargue sus auditorías a un contador con título comprado en el jirón Azángaro? ¿No es acaso una de las cuatro compañías auditoras más grandes del mundo (PwC) la responsable de esta tarea? ¿Y qué pasó con la rigurosa SUNAT? ¿Dónde están las facturas del soborno? ¿Existen? Y si la respuesta es sí… ¿el concepto es compatible con las actividades a las que se dedican estas empresas? La ironía nos permitiría suscribirlo pero no vamos a caer en semejante ingenuidad… ¿Habrá alguien que nos explique cómo justificó Odebrecht Perú esos ingresos que acabaron en las alcancías de la señora Eva Fernenbug, suegra de Toledo? ¿La coima pagó impuesto a la renta? Pregunto nomás.