El perro ha sido mi perro los últimos doce años. Recuerdo el día que llegó. Me lo mandaban unos amigos desde Cusco tratando de solucionar la pena que había generado la muerte de otro perro. Cuando llegó, yo tenía muy en mente a mi perrito anterior y este nuevo perro era distinto. Otro. Su presencia no solo no me dejaba hacer luto sino que ocupaba todo el espacio. No mordía mis zapatos, se tragaba mis tesoros. Confieso que en un momento tuve ganas de mandarlo dentro de la caja en la que llegó al sitio de donde vino, pero hubo quienes me persuadieron de no hacerlo y sus ojitos de huevo frito me fueron conquistando poco a poco. Con el tiempo el perro y yo nos hemos ido acostumbrando a los cambios del otro. Yo le suministro comida y agua, los paseos, los engreimientos y él comprende que ha tenido más de un papá, que hay veces que estoy más feliz que otras y que me estreso por estupideces. De toda tristeza sabe sacarme. Lo que mi perro jamás entiende es que yo duermo. Cualquier momento es un buen momento para encariñarse, lanzarme la pelota en la cara o pedir bolitas de alimento. Las 24 horas. Yo, aunque reniegue, soy feliz con eso. Feliz y ojerosa. Sé que mañana, como un ancianito de cualquier especie, se va a levantar tempranísimo –cuando aún sea de noche– a pedirme comida y mimos. A exigir un cariño que a regañadientes le voy a dar, porque es fiel, porque es leal y porque siempre ha sido bueno, obligándome en mi imperfecta humanidad a imitarlo. Hago público esto con mi perro vivo y coleando no para él (los perros no leen) sino para mí. Porque cuando el perro no esté, quiero acordarme de la humana que me enseñó a ser cuando me volví su humana. Estoy segura de que los amantes de los animales saben de qué estoy hablando.❧ Su presencia no solo no me dejaba hacer luto sino que ocupaba todo el espacio.