Uno de los problemas con el espectáculo, que nos tiene fascinados, de la rivalidad de los hermanos Keiko y Kenji Fujimori, es su capacidad de ocultar el problema de fondo. Como bien señala el director de El Comercio, Fernando Berckemeyer, en su columna “La Alfombra y el Fuego”, lo peligroso es la normalidad: “De todas las alfombras que tapan las situaciones que tendrían que perturbarnos, ninguna es más eficaz que la de la normalidad.” Es la vieja historia de la rana que es introducida en una olla de agua fría, la cual es calentada gradualmente hasta hervir al batracio. A fuerza de cotidianeidad, hemos terminado habituándonos a ser (co)gobernados por lo que César Hildebrandt llama una “franquicia familiar”. De este modo las zancadillas entre la primogénita y el benjamín del clan acaparan nuestras portadas. Asimismo, el eventual indulto al padre de ambos termina siendo un asunto de la mayor relevancia en la agenda nacional. Lo que esto no nos permite ver –mientras la temperatura del agua aumenta– es lo anormal de ser, en el siglo XXI y en el periodo de apogeo de nuestra aún precaria democracia, una suerte de súbditos de los herederos de una dinastía. La cual tiene como antecedentes una historia de corrupción y violencia sin precedentes. Por ello los reclamos de los familiares de las víctimas de ese régimen nefasto son tratados como ecos de un pasado lejano que conviene olvidar. Peor aún, se les estigmatiza como portadores del odio que nos impide avanzar como sociedad. O bien se acusa a una supuesta élite sanisidrina, clasista y racista, de ser la que azuza el resentimiento contra el fujimorismo. Así es como vamos normalizando una situación que debería perturbarnos. Los conflictos edípicos de la fratría Fujimori deberían ser tratados en la privacidad familiar (puedo recomendarles excelentes colegas, pero dudo que me consulten). Sin embargo, resultan críticos para la gobernabilidad del Perú. Porque, vamos, los méritos esenciales de ambos hermanos consisten en ser hijos de su padre. De no ser por ese apellido jamás habrían llegado ahí. Esto que puede ser aceptable en otros ámbitos como el empresarial (Carlos Monsiváis decía que en México no se estudia administración de empresas sino de herencias), en política no debería serlo. No por lo menos en una política seria. Hasta Marine Le Pen se vio obligada a expulsar a su padre. Felizmente, sin éxito en las urnas, gracias a la habilidad política del Presidente de Francia, Emmanuel Macron. Un ex banquero que entendió la urgencia de separar las finanzas de la política. Le vendría de perlas, dicho sea de paso, algo de ese fino olfato a nuestro Presidente. Y a los peruanos de toda condición nos vendría de maravilla percatarnos de que nuestra situación no tiene porque ser inamovible. Un apellido no otorga patente de corso, a menos que una resignada pasividad se lo permita. Los conflictos edípicos de la fratría Fujimori deberían ser tratados en la privacidad familiar (puedo recomendarles excelentes colegas, pero dudo que me consulten).