A casi un año del cambio de gobierno es muy difícil sentir entusiasmo sobre cómo se vienen conduciendo las cosas. Prevalece en el país una extendida sensación de distancia frente a un poder político que parecería crecientemente prescindible. Por supuesto que esto podría tener una lectura optimista: la “estabilidad” económica y de las instituciones que esto, supuestamente, reflejaría. Al “estilo italiano”, se dice, en donde puede cambiar algo o mucho en el gobierno –como pasa en ese país desde hace 70 años– y todo sigue igual. No es así en el Perú. Una analogía itálica tiene poco que ver con una realidad nacional como la peruana en la que siguen prevaleciendo las carencias y la pobreza en todos los terrenos imaginables y, en paralelo, una “sociedad política” que está cada vez más lejos de la gente. Desde la sociedad se mira cómo los pleitos “en las alturas” –entre el gobierno y el Congreso– se producen y reproducen en una perversa dinámica fagocitante de ministros sin que el gobierno adopte decisiones políticas relevantes para salir de ese círculo vicioso. O, acaso, para al menos explicar cómo marchan algunos temas “bandera” de su plan de gobierno, por ejemplo, “agua para todos” sobre lo cual no se tiene información de resultados alcanzados o esperados. La sociedad toma distancia –casi por igual– tanto frente al gobierno como frente al Congreso. A menos de un año de instalado, el gobierno tiene un respaldo de splo 37% (fortalecido por el coyuntural activismo frente a las inundaciones pero ya de nuevo con tendencia a la baja) y el legislativo de 28%. Es un dato para nada irrelevante. Un divorcio así es muy peligroso, conduce al debilitamiento de la legitimidad de dos instituciones fundamentales en una sociedad democrática –ejecutivo y legislativo– y a impredecibles aventuras políticas como el caudillismo o el populismo, como la experiencia lo ha demostrado en el Perú y otros países. La decepción extendida tiene relación directa con la percepción de un gobierno que, si lo tenía, se ha quedado sin programa ni mensajes. Un anunciado y frustrado destrabe”, ha sido más bien antesala de una economía que prácticamente ya no crece. Y, al frente, un Congreso en una suerte de guerra “personal” contra el gobierno sin explicaciones programáticas. Esto expresa no un problema comunicacional, sino problemas de fondo que es malo soslayar. Con franqueza, se requiere mucho optimismo para pensar que este entrampamiento –y divorcio con la gente– tiene solución fácil y que hay una ruta de salida clara frente a una inercia que conduce a la ingobernabilidad. Hay que salir del discurso simplista y reactivo. Como bien lo ha señalado Jerónimo Centurión en su columna este domingo en El Comercio, ni el indulto ni la falta de indulto resolverán este entrampamiento peligroso para el país. Tampoco la eventual conversa entre PPK y Keiko el próximo martes (si se produce). Problema de fondo: además de la guerra congresal, por la sencilla y fundamental razón de que, si hay ideas para gobernar, ellas no están siendo utilizadas ni guiando la acción gubernamental. Parecería urgente, pues, que el gobierno actúe antes de que sea demasiado tarde al menos en dos planos. Primero, avanzando en acciones concretas y visibles que hagan palpable que asuntos como “agua para todos”, por ejemplo, no quedó engavetado. Del anunciado “destrabe”, por su lado, habría que ver si queda algo por anunciar. ¿No fue un grave error, por ejemplo, dejar que se paralicen obras como la Línea 2 del metro? Podían ir presos los directivos de la constructora si hubiera delito, pero continuar la empresa con la ejecución del contrato, El costo de la parálisis, en búsqueda de una imagen gubernamental supuestamente “firme frente a la corrupción, ha sido muy alto. Segundo, superar la composición endogámica y tecnocrática del gobierno, que ostensiblemente no está dando resultados. La actitud defensiva frente al fujimorismo y una suerte de terror reverencial a cualquier convocatoria amplia –por esa actitud inútilmente defensiva– son hoy un precio muy caro que está pagando el gobierno y de lo que parece no darse cuenta. La decepción extendida tiene relación directa con la percepción de un gobierno que, si lo tenía, se ha quedado sin programa ni mensajes.