En el mundo anglosajón, la palabra post-verdad ha sido denominada como el vocablo del año. Con ella, se busca denotar al proceso mediante el cual, en lugar de preferir los hechos puros y duros, los ciudadanos se hallan en búsqueda de aquellas noticias que confirmen sus propios prejuicios y su forma de ver el mundo. En otras palabras, se trata de un relativismo aceptado por el que se construyen mundos artificiales de información, lo que resulta cada vez más fácil con las redes sociales virtuales de las que ahora disponemos para informarnos. Ahora bien, no hablamos de un fenómeno estrictamente contemporáneo. No resulta extraño que un conjunto de seres humanos prefiera, antes que descubrir y aceptar que sus creencias no eran correctas, persistir en el error y, sobre todo, obviar cualquier evidencia que contradiga su visión de la realidad. Lo novedoso de nuestro tiempo es que la post-verdad nos ha servido para poder caracterizar una serie de decisiones políticas en las que ha primado, de un lado, el menosprecio por la evidencia, la academia y los medios de comunicación que supuestamente tenían mayor seriedad y ascendiente. De otro lado, se ha reforzado, por parte de algunas élites, la incomprensión sobre las reales necesidades de la sociedad, conquistando de ese modo el seguimiento de miopes ciudadanos. Así, podrían explicarse fenómenos sorprendentes: el Brexit del Reino Unido; el rechazo del Acuerdo de Paz en Colombia; la elección del señor Trump en los Estados Unidos…. En nuestro medio, podríamos señalar que la alta votación de Keiko Fujimori o la aún importante aprobación del alcalde de Lima, a pesar de las severas y fundadas críticas que existen sobre ambos personajes, podrían expresar este mismo fenómeno. Resulta evidente que este comportamiento se acentuará, en tanto los medios de comunicación y las redes sociales sigan concentrándose en audiencias bastante segmentadas y, peor aún, los seres humanos no nos atrevamos a ir más allá de nuestros propios círculos para poder informarnos. A ello hay que sumarle la velocidad con la que operan las comunicaciones en nuestros tiempos, lo que hace aún más fácil la transmisión de informaciones deliberadamente falsas. ¿Qué es lo que podemos hacer? Desde la academia, no nos corresponde un rol que enfatice en condenar a quienes, guiados por estas noticias falsas, votan por opciones que no son las nuestras. Nos corresponde, sin caer en la pedantería y la soberbia, un importante rol pedagógico para poder incentivar debates públicos que puedan demostrar, en lenguaje sencillo y empático, aquello que se intenta probar y transmitir. Requerimos, además, que quienes estamos instalados en el debate público sepamos ir más allá de quienes ya comparten nuestro discurso. De otra parte, a los medios de comunicación les corresponde un rol importante: poder discernir entre los hechos y la opinión, llegar más allá de las audiencias a las que están acostumbrados a hablar y hacer un serio propósito de informar con verdad. Es una clara forma de contrarrestar las olas de rumores y mentiras que pueden propagarse por medio de un clic. Ello con la finalidad última de reivindicar la nobleza de la verdad, que ha de ser distinguida y purificada de los simples hechos que pueden nacer a partir de ella.