¿Dónde se ocultan los partidos históricos peruanos? ¿Cómo han logrado reducirse a la inexistencia, la insignificancia o el egocentrismo más ridículo formaciones que años atrás movilizaban multitudes generosas e ideas fecundas? ¿Cómo se ha consolidado un sólido sistema oligárquico para impedir el ingreso de nuevos actores? ¿Cómo el ejercicio partidario se ha vuelto, a ojos de los ciudadanos, una actividad desprestigiada, lindante o perteneciente al mundo de las páginas policiales? El Frenatraca de los hermanos Cáceres, en los años 60, sería un modelo de sagaz armonía en el reparto familiar, al lado de algunos partidos de la actualidad. El buen político de hoy no es más el estadista, sino apenas el hombre ambicioso que sabe leer encuestas, conseguir fondos de campaña y ubicarse bien en una lista de candidatos. Nada de lo recién dicho debe entenderse como crítica de índole ética a las personas de los políticos que pueden estar actuando, como con frecuencia ocurre, provistos de las más sanas intenciones. Estamos hablando de sistemas y normas de funcionamiento social, no de personas. Y aunque mal de muchos solo es consuelo para los tontos, tampoco estamos señalando una calidad exclusiva del Perú. Basta recordar partidos que fueron verdaderos paradigmas de organización durante décadas, como el Partido Socialista Francés o el Partido Socialista Obrero Español. ¿Qué queda del primero y que quedará del segundo después de sus elecciones de mañana? O, para no ir tan lejos, ¿qué ha pasado con el sistema de partidos chileno, uno de los más sólidos de América Latina que fue capaz incluso de resurgir luego de los años de Pinochet? ¿Cómo entender que aún en Chile los candidatos buscan distanciarse y diferenciarse de los partidos, no contar con ellos? Los hijos de los dirigentes prefieren el novísimo Frente Amplio, así como los hijos de los socialistas españoles se alinean con Podemos. Ocurre así que las que se consideran como situaciones excepcionales, en materia de partidos, pasan a ser más bien las situaciones normales, y que los modelos clásicos de partidos si acaso existieran, serían las excepciones. ¿Hay acaso algún partido peruano que responda cabalmente a la noción de ser “una entidad de interés público destinada a promover la participación de los ciudadanos en la vida democrática y contribuir a la integración de la representación nacional”; o en la que “los individuos que la conforman comparten intereses, visiones de la realidad, principios, valores, proyectos y objetivos”? Resulta anacrónico pensar que los partidos políticos, tal como han existido históricamente, son el mecanismo “natural” para hacer política y que todo lo que se aparte de ello resulta una anormalidad. A menos que nos remontemos por analogía a los güelfos y gibelinos del siglo XII o a las agrupaciones anónimas de Grecia clásica, los partidos tienen una historia más bien corta y propia de los Estados occidentales, donde también fueron inicialmente satanizados. Todo hace pensar, entonces, que estamos ante el surgimiento de nuevas e imaginativas formas de hacer política. Decir que en el Perú existen partidos es una exageración. Suponer que volverán a existir es un buen deseo. En esto, como en casi todo, la realidad se ríe de los esquemas.