Cada vez más la presencia de las empresas constructoras brasileñas, con Odebrecht a la cabeza, revela una condición de plaga, o de epidemia, o de virus. Con algo más de 20 años de presencia comercial en un Perú aplicado a realizar obras a partir de su prosperidad, hay una creciente sensación de que casi no han dejado funcionario público sin corromper, a todo nivel. Las que al estallar el escándalo de las coimas hace un par de años parecían excepciones, hoy parecen más bien la norma. Coimeadores brasileños acusados siguen delatando al ritmo de sus propias necesidades judiciales, armando cada vez más un mosaico corruptivo que de no mediar Lava Jato se hubiera mantenido como un enorme secreto muy bien guardado. Esta semana entraron a la olla un ex gobernador regional cusqueño de pésima reputación, un ex presidente de compañía de seguros, un abogado de un prestigioso estudio de abogados, todos por el mismo caso. La lógica de lo que viene sucediendo ya invita a invertir los términos de las cosas, y a pensar que los indicios no están en las delaciones, sino en las obras mismas. Si sumamos a las constructoras, tendremos una gigantesca acumulación de contratos para obras, quizás como nunca antes había visto el país. En relación a ellas los casos descubiertos son relativamente muy pocos, pero la sospecha es que eso tiene que ver con las limitaciones de la acuciosidad de los fiscales brasileños, o de la memoria de los delatores. La situación recuerda a esas bombas que quedaron sembradas sin estallar en la segunda guerra mundial, pero que pueden hacerlo en cualquier momento, causando inesperadas catástrofes. El caso del ex gobernador cusqueño nos recuerda la enorme proporción de colegas suyos perseguidos por delinquir en estos decenios. No todos por Odebrecht, pero ahora nunca se sabe. Que se sepa, la delación brasileña no tiene un plazo de expiración, con lo cual se mantendrá como una espada de Damocles sobre todo el boom de la construcción con fondos públicos. A lo cual quizás habrá que sumar las delaciones de peruanos, alentadas por los ubicuos enconos políticos. Un lado oscurísimo de la prosperidad, y un vejamen al buen servicio público, que ciertamente existe.