Si Alberto Fujimori sale de la Diroes, digo es un decir, ¿se va a convertir en un discreto consejero de Fuerza Popular o intentará recomponer sus antiguas redes para reposicionarse al interior de ese sentimiento autoritario llamado fujimorismo? Si queda libre, digo es un decir, ¿optará por cohesionar el albertismo y el keikismo a favor de su hija mayor o, más bien, consolidará las contradicciones para sacar provecho en favor del engreído y benjamín de la familia? Si sale de la cárcel dorada donde se encuentra, digo es un decir, ¿permanecerá callado con grillete en pierna y otro simbólico en la boca o dedicará sendas horas del día a dar declaraciones en cuanto programa de radio y televisión lo demanden en contra del gobierno, de PPK, de los caviares y de cuanta fuerza democrática se le opuso en el camino?, ¿qué creen?Obviamente todas las respuestas las sabemos y, por lo tanto, también sabemos que la opción de salir o permanecer encarcelado no está vinculada solo a la misericordia que puede provocar un viejo ex presidente devenido en autócrata (67% de peruanos y peruanas le tienen lástima), y que se convirtió en un criminal sentenciado debido a su acción u omisión frente a crímenes como el asesinato de un niño de 8 años, sino también en lo que implica para la estabilidad o desestabilidad de un gobierno que, desesperadamente, intenta seducir a esa fuerza autoritaria sin lograrlo. Y es extraño porque en temas económicos están absolutamente de acuerdo: son extractivistas compulsivos y ambos le sonríen a las empresas mineras chinas, además apuestan por el mismo tipo de desarrollo centrado en el crecimiento del PBI y en la recaudación para distribución populista. La diferencia está en las libertades. Precisamente eso es lo que en otros países, como Francia, diferencia a Le Pen de Macron. Por eso mismo, sorprende que analistas avezados y muy entendidos en la materia, califiquen de “involución” la posición de Keiko Fujimori desde julio del 2016 a la fecha. ¿Involución? No, simplemente que la derrota permite ver las enaguas del poder, por eso el apoyo decidido a las marchas #ConMisHijosNoTeMetas; los gritos destemplados contra todo lo que lleve el logo de “género”; la negativa a investigar a los pedófilos; el apoyo decidido a los mineros ilegales; el cierre de filas contra todo lo que implique “una memoria otra”; así como el sambenito de “terroristas” a todo lo que se mueva en contra de ellos —Arana y Apaza son el último ejemplo—, junto con las mil excusas frente a la corrupción y narcotráfico, es lo que caracteriza al núcleo duro de ese sentimiento autoritario llamado fujimorismo. El fujimorismo es un caudillismo familiar sin ideología, con una base compleja de sentimientos e ideas retrógradas, que busca “naturalmente” la impunidad porque tolera la autocracia y se regodea en el populismo. Nuestro pasado histórico y nuestro presente mediático nos permiten organizar esa ansiedad por el caudillo que nos salve como proyecto político, descartando, por cobardía e indiferencia, una posición ciudadana autónoma que entienda la política como agonía y acción permanente.