La corrupción es hoy el gran desafío de Latinoamérica. Lejos estamos de la época en donde todos nuestros males se atribuían a la dependencia del imperialismo. Puede que la corrupción haya ganado terreno en ese tiempo, pero sin duda es un avance poder reconocer que los principales responsables de nuestra situación, somos nosotros y no otros. En términos psicoanalíticos, esto significa pasar de la condición de objeto a la de sujeto. Abandonar el mecanismo de defensa de la proyección para asumir el protagonismo de nuestras vidas. Reemplazar la culpa por la responsabilidad, como sugerían Adorno y Horkheimer. Esto no anula los eventuales abusos de las grandes potencias, de la misma manera que la persona víctima de maltratos por parte de su pareja no lo permite –si fuera el caso– tan solo por masoquismo. Pero es un gran paso reconocer que somos nosotros los causantes del deplorable grado de corrupción en el seno de nuestras instituciones. La cantidad de autoridades investigadas o condenadas por corrupción en toda nuestra región es desmesurada y creciente. Solo en el Perú todos los presidentes del siglo están investigados, con la excepción de Valentín Paniagua. Los presidentes regionales, alcaldes y otros representantes acusados de diversos delitos vinculados a la corrupción se cuentan por docenas. ¿Somos esencialmente corruptos los latinoamericanos? ¿Está ese mal en nuestro ADN, como se acostumbra decir en las redes sociales para desacreditar a los opositores? En el siglo XVII La Rochefoucauld escribió: “Las virtudes se pierden en el interés, como los ríos se pierden en el mar.” Si esos intereses, intrínsecos a la naturaleza humana, no son contrapesados por instituciones eficaces y firmes, la máxima del moralista francés se cumple de manera ineluctable. Pero mientras luchamos por encontrar la manera de construir Estados más eficientes y organizados –la gran tarea de este Gobierno– el espectáculo de esta corrupción generalizada tiene efectos traumáticos y patógenos en los ciudadanos. No tan solo los conocidos efectos de resignación y emulación. Desde “roba pero hace obra” hasta “el que no nace pendejo muere cojudo” son evidentes consecuencias de esta desmoralización colectiva. Pero hay otras menos obvias. Todos hemos advertido la creciente polarización en nuestro país. Esta animadversión al pensamiento distinto es un subproducto menos claro de esa depresión. Sí, la omnipresencia de la corrupción tiene un efecto depresivo en el ánimo colectivo. Últimamente escucho de nuevo a diversos pacientes evocar el deseo de alejarse del Perú. En algunos es tan solo un escenario fantasioso, en otros un proyecto. Pero en casi todos los casos advierto un ánimo menos de entusiasmo por la aventura, que un sueño de fuga ante tanta hostilidad. La corrupción socava la democracia y la psique de los individuos.