Esta semana conocimos el caso de una violación pública de una mujer inconsciente en una discoteca. Las descripciones del video, que no vi, no dejan lugar a dudas sobre la brutalidad del acto y la complicidad del público que celebra o apenas se limita a pedir al delincuente que vaya a un lugar privado. Los comentarios al video, también horrendos, terminan de redondear la tragedia. La víctima es una irresponsable, está invitando a que la violen, se vistió provocadoramente, no tiene valores, se la buscó por puta. Dos veces víctima. ¿Qué permite que un acto abominable como este pueda darse sin que el público intervenga y que se saquen conclusiones tan absurdas sobre la supuesta responsabilidad de la agraviada? ¿Qué hace que una parte importante de comentaristas busque de inmediato justificar la acción? En forma considerable, obviamente, que la víctima sea mujer. Un hombre borracho dormido en una discoteca seguramente sería objeto de burla, un mate de risa, un juerguero. En este caso, ella se lo buscó. Reconocer esta diferencia al evaluar la conducta de hombres y mujeres es lo que nos enseña una perspectiva de género, esa que hoy se demoniza por supuestamente pretender cambiar la naturaleza de la sociedad. Mirar la sociedad desde esta perspectiva permite, precisamente, descubrir una serie de asimetrías de poder que se consideran naturales pero que han sido construidas socialmente. De naturales no tienen nada. Muchas de esas desigualdades son invisibilizadas, con frecuencia consideradas inocuas. Lo vemos en la familia, en el trabajo, en la calle, en todo lugar se da un trato diferenciado a hombres y mujeres. Pero en realidad, cuanto más observamos, nos va quedando más claro que pocas cosas son inocuas, que conductas horrendas que afectan a las mujeres están asentadas en esos valores que sostienen y justifican esta desigualdad. Por ejemplo, que los temas de violencia contra la mujer hayan sido invisibles por tanto tiempo a pesar de su generalidad y brutalidad, se entiende porque las víctimas son mujeres en su amplia mayoría. Una tragedia silenciosa, que afecta a miles de personas que viven asustadas en sus propios hogares, no era objeto de políticas públicas por décadas. Mejor proteger la santidad de la familia, el mundo privado era eso, privado, ajeno a la política y al interés público. Y hoy a pesar de todos los avances el tema todavía no recibe la protección ni atención que merece. Cuando hace unos meses la congresista Indira Huilca dijo que éramos un país de violadores no se refería, obviamente, a que todos los peruanos fuéramos violadores, como le espetaron sus críticos. Se refería precisamente a esto que usted ve en el video. No, no todos los peruanos somos violadores, pero sí somos una sociedad mucho más tolerante y propensa a la violencia sexual que otras, mucho más de lo que se quiere reconocer. Pasa en toda sociedad, sí, pero en el Perú estamos todavía en el grupo de retaguardia y lo estaremos más si seguimos minimizando el peso del machismo o criticando a quienes intentan darle relevancia a una agenda de igualdad. Debería bastar con creer en la igualdad para apoyar esta agenda. Padres y madres que quieren que sus hijos e hijas tengan vidas plenas, en las que sean consideradas según sus méritos y habilidades y no su sexo deberían ser los principales aliados en esta lucha. Pero si lo que le interesan son las cifras y el crecimiento económico, entérese que el machismo tiene costos enormes para una sociedad. Discriminar por sexo hace que se desperdicie talento, se impacte en el bienestar de las familias, se pierden oportunidades, y un largo etcétera que impacta en el desarrollo. ¿Cree que exagero? Piénselo. Se ha violado a alguien en un lugar público entre risas y aplausos, y se ha publicado en redes donde cientos de comentaristas no tomaron ni un segundo en culpar a la víctima. Empatía cero. Másquelo, digiéralo, y haga algo al respecto porque son estas cosas las que nos definen como sociedad.