Brasil ya va camino de terminar de rizar el rizo de Lava Jato. Los acusadores de la primera hora ya fueron añadidos a la lista de los acusados. El mejor ejemplo de esto es que Michel Temer, principal beneficiario de la caída de Dilma Rousseff, ya entró a la contagiosa olla de las víctimas, con serias posibilidades de ser vacado por sus reuniones con Odebrecht. La lista de más de 100 denunciados de las altas esferas de varios gobiernos aparecida días atrás fue más confirmatoria que sorprendente. Emilio Odebrecht, quien debería saber, ha dicho que el modelo de corrupción destapado en el país “existe desde hace más de 30 años”. Con lo cual habría sido segunda naturaleza de la actividad de gobernar, y un secreto muy bien guardado. La corrupción ha cortado a través de las líneas partidarias, ideológicas, geográficas y generacionales. El deseo de atribuirla en exclusiva a la izquierda rápido se volvió un bumerán para la derecha, y en el proceso está barriendo con el centro. Los intentos de erradicar la práctica derribaron a sus impulsores, comenzando por Rousseff, quien dio las primeras leyes para ello. La búsqueda de explicaciones para lo que se define también con el eufemismo democracia imperfecta no está dando muchos resultados. Una muy difundida es que se trata de un efecto de los 20 años de dictadura militar que vinieron antes. Otros se remontan mucho más atrás en la historia, y finalmente hay los que acuden a la sociología de la organización. Extrañamente, o quizás no tanto, mientras el gremio político se desmorona, los rituales de la política electoral siguen adelante. Varios de los favoritos están simultáneamente en campaña y en el banquillo, o al borde. El acusadísimo Lula encabeza de lejos la intención de voto para el 2018, seguido por Jair Bolsonaro, de la derecha. Uno hubiera esperado que Lava Jato produjera un cambio radical en el elenco político. Hasta el momento no parece, y eso tampoco tiene una buena explicación. En estos casos se cambia, con la esperanza de que los próximos sean mejores, o por lo menos más temerosos. Pero no parece haber un “que se vayan todos” en el Brasil post Lava Jato.