Las denuncias contra la congresista Aramayo y su padre por forzar a una autoridad local al pago de publicidad para su estación de televisión en Puno, a cambio de un tratamiento favorable, no sería un hecho aislado. Proliferan ejemplos a lo largo y ancho del país. Ocurre, sin embargo, que muchas veces las personas afectadas resuelven la amenaza cediendo al chantaje para bloquear, así, campañas en su contra. Son pocos los que denuncian. El chantaje y la extorsión son de las formas más extendidas y sistemáticas de la criminalidad. Llámese “publicidad” o cupos, es, en esencia, lo mismo. Las maras en Centroamérica han hecho de esta herramienta una de las más utilizadas por el crimen organizado. En el Perú ocurre otro tanto en lugares como Chiclayo, Trujillo o el norte chico, en donde la tranquilidad de operadores de taxis o mototaxis, por ejemplo, depende de que se “matriculen” –y a tiempo– con el pago del respectivo cupo. En el caso que ha hecho tanto ruido esta semana está de por medio, obviamente, el delito de extorsión. Esta es una figura delictiva en la que por violencia o amenaza se “obliga a una persona o a una institución pública o privada a otorgar al agente o a un tercero una ventaja económica indebida u otra ventaja de cualquier índole” (Código Penal, Art. 200). No se necesita ser abogado para entender el Código y darse cuenta de que esta es una modalidad extendida de criminalidad. Difícil entender cómo en el caso de marras la autoridad judicial puneña dejó prescribir el delito en beneficio de los denunciados Aramayo condenado sólo a un funcionario para el cual no había prescrito (por ser funcionario). Estaba comprobado, pues, el delito. ¿Lenidad de la autoridad judicial por temor a un titular o una campaña? Vaya uno a saber y, por cierto, que sería interesante que eso se investigara en las instancias internas del Poder Judicial. Pero no hay solo extorsión en un caso como este. La víctima del delito en este caso no habría cedido ante la amenaza. Julián Barra, en ese entonces director ejecutivo del Proyecto Especial Binacional Lago Titicaca (PELT) en Puno, se vio, entonces, atropellado por una campaña en su contra. Que no fue de mera “opinión” sino muy evidentemente de difamación. En efecto, en esa campaña televisiva local contra Barra, entre otras cosas denostaban la calidad de las conservas de trucha del proyecto PELT clamando en un titular nada menos que “Puñenos comen excremento”. Afirmación gravísima –no sustentada– que para una autoridad podría generar un daño mucho más grave en sus consecuencias que si a Barra, por ejemplo, lo hubieran asaltado a mano armada. Así, pues, además de extorsión, se estaría ante otro delito: la difamación, que consiste en atribuir a una persona “una cualidad o una conducta que pueda perjudicar su honor o reputación …” (Código Penal, Art. 132). Comentar esto no es un tecnicismo “abogadil”, sino algo de fondo, pues el bien jurídico con este delito es otro y muy importante: el honor. El Estado está obligado a darle a la ciudadanía los medios judiciales para proteger su derecho a la honra. Como lo ha establecido en jurisprudencia constante e invariable, “…no estima contraria a la Convención cualquier medida penal a propósito de la expresión de informaciones u opiniones”. Por eso, quien se vale de su condición de “comunicador” para extorsionar, primero, y para difamar, después, está cometiendo dos graves delitos y no uno solo. Dar a la sociedad herramientas apropiadas y efectivas para defenderse de ambos grupos de delitos es indispensable y eso no está ocurriendo. Garantizar sus derechos a la gente frente a la extorsión de todo tipo es reto de hoy. También dar a la ciudadanía herramientas eficientes y contundentes para proteger la honra frente a la difamación. Eso no viola la libertad de expresión sino que, por el contrario, la fortalece y prestigia para que nadie se valga de ella para extorsionar o difamar.